Voy a hablar de un cuento, un cuento
que escuchaba de labios de mi padre o de mi madre, con mucha frecuencia, cuando
en el campo nos sentábamos alrededor de la lumbre, en las frías noches de
invierno, cuando la ausencia de televisión, y por supuesto de los nuevos
dispositivos electrónicos de última generación, obligaba (en el buen sentido de
la palabra) a gozar de largas veladas familiares, para entretenimiento de los
pequeños y también de los mayores. Sin embargo, este cuento, hoy en día, no
estaría bien visto para ser contado, porque sería señalado, en varios sentidos,
como contraproducente para la sensibilidad infantil y políticamente
incorrecto.
Es un cuento local, porque la acción
se desarrolla en nuestros campos, por caminos que en otros tiempos estuvieron
bien transitados. Teniendo en cuenta que cada contador de cuentos los hace
suyos, cuando utiliza más o menos palabras o se recrea en unas partes más que en
otras o hace hincapié en unos aspectos más que en otros, y que hay tantas
versiones como cuentistas, recojo a continuación una versión algo sucinta, que
aparece en Crónicas Lugareñas.
Madrigalejo[1].
“Por la finca de la Mata Budiona, cruza una senda, hoy en su mayor parte
borrada, que se llama “Carril del Tamborilero” desde que sucedieron los hechos
que vamos a relatar:
Se cuenta que un mozalbete salió una tarde de Villanueva con la intención
de ir a Guadalupe porque se aproximaban las fiestas en honor a la Virgen. El
muchacho llevaba su tambor, con el que esperaba, además de lucir sus
habilidades musicales, sacar una buena soldada entre el gentío que se
congregaba para celebrar las fiestas. Marchaba a pie, sin más hatillo que su
tamboril en bandolera. Quizás salió con algo o mucho retraso y no encontró a
nadie con quien unirse para realizar el recorrido. Sintió que era una
contrariedad, porque un largo camino se hace más corto y llevadero en compañía,
mientras que una andadura en soledad, solo contribuye a pensamientos de malos
presagios.
Quería haber hecho noche en Madrigalejo, pero, antes de lo esperado,
llega la hora entre dos luces, con ese velo de tristeza que se extiende en los
atardeceres, cuando los sutiles lamentos de las cornejas y la machaconería
posesiva de los mochuelos anuncian que la noche se echa encima sin remedio. Y
la noche le pilla al pobre caminante en medio de aquel tenebroso jaral de la
Matilla y de la Mata Budiona.
En algún momento, el tamborilero se desorienta y, con las vacilaciones
propias de las circunstancias, extravía el rumbo, encontrándose perdido en un
terreno que desconoce. No sabemos si pidió auxilio en tan angustiosa situación,
y si lo hizo, nadie acudió a sus voces para socorrerlo. Sólo le respondieron
los aullidos de las alimañas del monte, que pronto se hicieron presentes y le
acorralaron envalentonadas, como tienen por costumbre si notan el miedo en la
posible víctima…
Algunos días después, junto al tronco de una corpulenta encina, unos
cabreros encontraron un tambor, y a su vera, los pies de una persona dentro de
sus zapatos. Fue lo único que los lobos respetaron. Y una cruz grabada a golpe
de hacha sobre aquella encina, que hasta hace poco tiempo podían verse sus
repulgos, es el testimonio que manos campesinas dejaron de recuerdo de tan
sobrecogedor suceso.”
Hay varios aspectos que pueden ser
comentados sobre este cuento. En primer lugar, que está bien localizado en el
espacio. Se desarrolla en la finca la Mata Budiona, por donde cruza el camino
de Rena, senda muy transitada por los peregrinos que, desde el oeste, se
acercaban hacia Guadalupe. Y en el tiempo, entre dos luces, y en los días
previos a las fiestas en honor a la Virgen, es decir, a principios de
septiembre. Son datos que los niños, a los que va dirigido, tienen que saber
para que la historia sea más creíble.
Porque de eso es de lo que se trata, de
que sea creíble. Pues esta historia debió surgir en esa misma dehesa, quizá en
alguno de los chozos que habitaba la familia del pastor que cuidaba el rebaño
en la majada. Alrededor de la lumbre, cuando en el silencio de la noche, con el
crepitar de las llamas, se escuchaban aumentados los sonidos de los más
variados animales nocturnos. En este sugestivo ambiente, los padres o los
abuelos aprovechaban, con esta e historias parecidas, para hacer ver al niño
los peligros que puede acarrear el alejarse de la majada, de la zona conocida,
y sobre todo, en el anochecer, cuando está a punto de caer la noche.
La referencia al lobo en aquel
contexto era inevitable. Era el enemigo a batir. Era el animal temible que
diezmaba las ovejas. El pastor tenía que estar vigilante para que no se
perdiera ningún cordero, para que no mermara el rebaño. Por ello, el lobo era
el “ogro” que más a manos se tenía para sembrar el respeto entre los más
pequeños.
Y a la mañana siguiente, o cuando se
estuviera de vagar, se podía llevar al niño para mostrarle la encina marcada
con la cruz, para aumentar más la certeza y conseguir lo que se pretendía, que
no era otra cosa que sembrar el respeto al entorno, para que no se alejaran
solos y evitar que pudieran perderse. Porque no era extraño encontrar, en el
entorno, alguna “encina cruzada”, que así se llamaba a las encinas señaladas en
el tronco, con una cruz realizada con el hacha (que el tiempo convertía en una
cruz en repulgo), y que servían de mojones, para indicar por dónde iba la linde
de una finca.
Este cuento ha ido pasando de padres
a hijos, de abuelos a nietos, de generación en generación, por lo que forma
parte de nuestro patrimonio inmaterial.
Guadalupe Rodríguez Cerezo.