domingo, 26 de marzo de 2017

LA CARRERITA



En la Semana Santa madrigalejeña, siempre tuvo un lugar bien destacado la Carrerita. Sin embargo, en los últimos años, estamos asistiendo a una progresiva degradación en la esencia de lo que es y representa esta singular procesión y que, si no trabajamos por mantenerla, terminará por desaparecer.

 Para conocer cómo se desarrollaba la Carrerita en tiempos pasados, tenemos la suerte de contar con una descripción exhaustiva de todo su ritual, tal y como se celebraba allá por la mitad del siglo XX, según la costumbre que se había ido transmitiendo de generación en generación. Esta se encuentra publicada en el libro Crónicas Lugareñas. Madrigalejo, en las páginas 313, 314, 315 y 316[1].

El texto que aparece a continuación es la transcripción de aquella vivencia de Lorenzo Rodríguez Amores, cuando, en su mocedad, corrió la Carrerita y fue protagonista de la anécdota que cuenta en su obra. Las fotografías que acompañan al texto son mucho más recientes; han sido cedidas por Juan Agustín Guillermo Sojo (Choco), a quien mostramos todo nuestro agradecimiento. 

   



“Teniendo en cuenta el importante lugar que ocupa la Carrerita en nuestro parvo repertorio religioso-costumbrista, debiéramos obligarnos los naturales a conservarla en toda su pureza. Aún tenemos muy presente en nuestra memoria, por haberlo vivido intensamente, cómo eran las celebraciones en épocas pasadas, pongámoslas de más de 50 años atrás, lo que nos permite reproducirlas con la esperanza de que algún día se vuelva a la tradición, aunque sólo sea por respeto a nuestros mayores. Lo haremos con la mayor fidelidad posible, sin prescindir de los más nimios detalles, ni dejar de matizar su fundamento religioso, en la actualidad, sensiblemente deteriorado.

Cuando apenas quiere alborear el día en la mañana del Domingo de Resurrección, empieza a notarse un ajetreo inusual de gente que camina hacia la iglesia o, los más, directamente al escenario donde va tener lugar el acontecimiento: en la parte ancha de la calle Luisa Fortuna. Desde la víspera, todo está dispuesto en el templo parroquial. Con bastante antelación, quienes van a llevar sobre sus hombros las imágenes han anudado un pañuelo en los respectivos brazos de las andas como señal de que ya están cogidos. De siempre fueron jóvenes de empuje. Entre la mozas, era muy frecuente ver a aquéllas que tenían en perspectiva el abandono de la soltería, mientras que, en los mozos, no era raro encontrarse con los que estaban en posesión de la “absoluta”, es decir, de la licencia definitiva del servicio militar.


Coincidiendo, más o menos, con la hora que vienen a despuntar los primeros rayos solares, el cura párroco, vestido de la capa pluvial de las grandes solemnidades, da la orden de salida de la iglesia de las imágenes entonando, en alta voz desde las gradas del presbiterio, el procedamos in pace, de ritual, y los fieles contestan a coro: in nominem Christi. Primero lo hace el Resucitado, con escaso acompañamiento, que se dirige al Llanejo a cobijarse en la callejuela que es travesía a la calle Luisa Fortuna. Mayor cantidad de gente sigue a la Virgen que, por la calle de la Tabla (antes de la Tabla Caballona), la del Palomar y parte de la del Río, irá a colocarse en la calle Hernán Cortés, cerca de donde desemboca en la calle Luisa Fortuna. El recorrido de ambas procesiones se verifica con el mayor recogimiento y silencio.

Ya tenemos a las imágenes en sus respectivos lugares, en donde han de permanecer ocultas hasta el momento oportuno, pues es inadmisible que estén a la vista una de otra. Aquí se procede a un ligero retoque en la vestimenta de la Virgen. Sabido es que, para este acto, sale provista de dos mantos: uno debajo, que pudiéramos considerar el de gala por la alegre prestancia que le da su tela adamascada, y otro encima, cubriendo el anterior, de buen paño negro. La maniobra consiste en bajar la imagen de la Virgen a ras de suelo para prender, en la parte trasera de la corona, el manto negro de la forma lo más endeble posible, a fin de que quede sujeto de manera tan débil que facilite uno de los hechos sorpresivos del acto. Éste es un detalle que hay que cuidar o, mejor dicho, recuperar, pues ahora todo se reduce a quitar de una vez el manto, con lo que se elimina una de las instantáneas más emotivas de esta singular representación religiosa.



La imagen de la Virgen vuelve, acto seguido, a ser izada a los hombros de sus portadores. Éstos dan unos pasos, los suficientes para encarar, decididos, la calle Luisa Fortuna. Aquí se produce una pausa brevísima, porque los acontecimientos se precipitan en cuestión de segundos como si se quisiera hacer patente que María no encuentra a Aquél que busca en todo el entorno ni entre el gentío allí congregado. En el mismo momento, ni antes ni después, por el extremo opuesto aparecen las mozas con el Resucitado a cuestas, lanzadas a una marcha todo lo deprisa que dan de sí sus facultades físicas. Ellas se alertan por el murmullo general que provoca la presencia de la Virgen en la calle, aunque tampoco faltará quién las acucie:
-¡Venga, espabilaos, que ya está ahí la Virgen!
El pueblo ve, o por lo menos lo intuye e, incluso, lo exterioriza, en esta salida de sopetón e impetuosa, el anhelo del Redentor  por consolar cuanto antes a María.


Mientras, los mozos de la Virgen, impacientes y prevenidos en la postura de arranque, esperan su oportunidad. Ésta se presenta casi instantáneamente. También ellos, nada más asomar el Resucitado por la bocacalle de la callejuela donde ha permanecido oculto, ni antes ni después, se desmandan en una loca y desenfrenada carrera a su encuentro. La angustia se apodera de los espectadores viendo cómo se bambolean las imágenes, dando la sensación de que van a saltar por los aires.

Como es lógico, la acelerada marcha originará corrientes de aire contrarias, lo que da lugar a que los extremos sueltos del manto negro de la Virgen cojan vuelo y ofrezcan mayor resistencia a las mismas. Esta propia resistencia hará que el manto se desprenda en plena carrera y caiga sobre las andas, sin otra ayuda ajena que la de su frágil sujeción, así preparada para que ocurra de esta manera. Es un incidente, todo lo teatral que se quiera, que estremece a los lugareños, ya de por sí con el alma en vilo desde el comienzo de la azarosa carrera. El sentir popular aprecia, en este hecho, la alegría de la Madre de Dios al descubrir a su Hijo y enterarse de su Resurrección, mostrando su gozo deshaciéndose, aparentemente por propio impulso, del triste vestido de luto para lucir el vistoso y festivo con arreglo a la nueva situación. Y es que la misma imagen de la Virgen se presta a sobrecoger más los ánimos, ya que, por la indefinible expresión de su rostro, se nos antoja que cambia de semblante según la veamos tocada con uno u otro manto.


Pero el momento más importante de la carrera es la junta de ambas imágenes. También es el de mayor zozobra, porque parece inevitable que se den de frente y se hagan añicos. Para evitarlo, es de rigor calcular la distancia precisa a la hora de refrenar la marcha, pues es un parón casi en seco que aumenta los riesgos por los propios efectos desestabilizadores de la inercia. Ello obliga a tomar las debidas precauciones cuando se colocan las imágenes en sus respectivas andas y a tener la absoluta confianza de que hayan quedado bien sujetas para resistir toda clase de pruebas y que no ocurra lo sucedido en ciertas ocasiones. En una de ellas, hace ya muchos años, precisamente cuando éramos uno de los corredores, la imagen de la Virgen salió despedida como consecuencia de esta brusca parada; se achacó al trabajo de la carcoma en la madera el hecho de que los tornillos del amarre se aflojaran más de lo debido. El clamor del público fue unánime. A nosotros, que nos sentíamos culpables del desaguisado, nos entró una temblina que parecía que estuviéramos hechos de espíritu de azogue, mientras que, los que más y los que menos, nos consideraban bárbaros, brutos e insensatos. La situación no pasó a mayores gracias al apiñamiento de los asistentes sobre los que cayó la imagen, impidiendo así que se estrellase la Virgen contra el suelo. La cabeza de ésta fue a dar violentamente contra el costado del monaguillo Gonzalo, recibiendo tal golpe que le cortó el habla. Fue llevado a su casa de inmediato y el padre, asustado al verle con la mano puesta en el vacío y llorisqueando, impaciente le inquiere:
-¡Hijo mío! ¿Qué te pasa?
El niño, por toda respuesta, le contesta con la voz entrecortada:
-¡Que m´han pegao un virginazo!
Recientemente hemos visto cómo la imagen de la Virgen ha vuelto a caer, con la inevitable preocupación que genera la reincidencia del hecho durante tres años seguidos.



La escena del encuentro, acogida con verdadero alivio después de los sobresaltos, inunda de alegría a los madrigalejeños. También las campanas se suman al júbilo con un largo repique que no cesará hasta la vuelta de la procesión a la iglesia. Cuando se produce el acercamiento, los portadores de las imágenes caerán de rodillas esperando a que llegue el sacerdote actuante que, lógicamente, queda rezagado. La Virgen y el Resucitado estarán lo más cerca posible y frente a frente, como si estableciesen un coloquio. El sacerdote entona en alta voz (entonces en latín, pero lo mismo se pudiera hacer ahora en la lengua vernácula) los salmos de rigor requeridos para el caso:
“Surrexit Christus spes mea…” (Resucitó Cristo, mi esperanza…)
“Scimus Christus surrexisse a mortuis vere…” (Sabemos que Cristo verdaderamente resucitó entre los muertos…)


El sacristán respondía en el mismo tono a éstos y otros latinajos con el obligado amén, pero añadiendo, dadas las circunstancias, la palabra aleluya.

Una vez cantadas las preces, el sacerdote echa mano de los incensarios, que funcionan a pleno rendimiento todos los disponibles, incluido el de la ermita, para ofrecer a las imágenes el bálsamo aromático en prueba de homenaje, que se expande, junto con el sahumerio, por un amplio alrededor. Esta operación se repetirá, de cuando en cuando, durante el retorno a la iglesia.

Actualmente, desde hace unos años para acá, por todo ceremonial, se ha cogido la costumbre de aplaudir. Nada tenemos contra el batir de palmas puesto que es una forma, como otra cualquiera, de expresar un regocijo, aunque no sabemos hacia quiénes van dirigidos esos aplausos, si al encuentro de la Madre con su Hijo o hacia las mozas y mozos que han corrido con las imágenes por cortesía como final del espectáculo. Nuestro temor es que estos aplausos sean la muestra de la paganización de nuestra peculiar manera de celebrar la Resurrección de Cristo y que la Carrerita se quede en un mero hecho folklórico, vaciándose de su contenido religioso, porque podría terminar como el rosario de la aurora.

Antiguamente, los espectadores presentes exteriorizaban o, mejor dicho, se desahogaban de sus tensiones emocionales con estentóreos gritos de aleluyas en los momentos en los que ahora se aplaude. Y entre populares cánticos de aleluyas, después de haber sido inciensadas las imágenes, se reanudaba la marcha para recogerse en el templo parroquial, ahora en pacífico sosiego, arropándolas el gentío sin orden ni concierto. Siempre irá delante el Resucitado a corta distancia de la Virgen, para tener siempre a su lado la Madre a su Hijo y no volverle a perder, según nos explicaban en nuestra infancia ya lejana.”

Texto: Lorenzo Rodríguez Amores.
Fotografías: Juan Agustín Guillermo Sojo (Choco)                                        



[1] L. RODRÍGUEZ AMORES: Crónicas Lugareñas. Madrigalejo. Tecnigraf S.A. Badajoz. 2008.

sábado, 11 de marzo de 2017

SOBRE "CRÓNICAS LUGAREÑAS.MADRIGALEJO".



El 17 de marzo de 2008 tuvo lugar el acto de presentación de libro que escribió mi padre, Lorenzo Rodríguez Amores: Crónicas Lugareñas. Madrigalejo. Tecnigraf, S.A. Badajoz. 2008. Aunque él estuvo presente en el acto, su enfermedad le impidió hablar como autor de la obra. Me cupo a mí el honor de dirigirme a los presentes en su nombre. Aquí reproduzco las palabras que me sirvieron para la presentación del libro:
“Después  de una  dilatada  espera, por  fin  tenemos  en  nuestras  manos  este  libro,  que  mi  padre, con  no  poco  esfuerzo, ha  ido  escribiendo, sin  prisa  pero  sin  pausa,  a  lo  largo  de  una  gran  parte  de  su  vida  y  que  hoy  venimos  a  presentar. Aunque  debería  ser  él  quien  ocupara  este  lugar, sus  problemas  de  salud  se  lo  impiden.  Por  ello, soy  yo  quien  me  dirijo  a  ustedes  en  su  nombre.
Me  gustaría, con  mis  limitadas  palabras, poder  satisfacer  la  curiosidad  de  todos  ustedes  intentando  dar  respuesta  a  dos  preguntas  que  creo  que  puedan  estar  en  la  mente de  todos  los  presentes. La  primera  sería ¿Cómo  surgió  la  idea  de  escribir  este  libro?, y  la  segunda, ¿Qué  podemos  encontrar  en  él?.
Como  respuesta  a  la  primera  cuestión, diría  que, tras  años  y  años  de  ir  compaginando  su  profesión  como  veterinario, en  Quintana  de  la  Serena, con  su  afán  inagotable  de  conocer  todo  lo  que  pudiera  estar  relacionado  con  la  historia  de  Madrigalejo  y  de  su  entorno  más  cercano (indagando  en  archivos, acudiendo  allá  donde  se  enteraba  de  la  existencia  de  restos  antiguos, pateando  caminos, escuchando  a  los  mayores  del  lugar, escudriñando  en  todo  libro  que  llegaba  a  sus  manos  cualquier  noticia  que  le  pudiera  interesar, asistiendo  a  cualquier  acto  cultural  en  el  que  se  cociese  el  pasado  extremeño y  donde  tuvo  la  suerte  de  encontrar  buenos  amigos  con  los  que  compartir  similares  inquietudes  intelectuales, haciendo  sus  pequeñas  aportaciones  en  ponencias  en  los  Coloquios  Históricos  de  Trujillo  o  en  algún  que  otro  Congreso  de  Estudios  Extremeños, por  poner  algunos  ejemplos, o  colaborando  en  cualquier  evento  en  el  que  se  requería  su  presencia… ),llegó   el  momento  de  su  jubilación.
Y  una  vez  ganado el  merecido  retiro, decide  aprovechar  la  ocasión, cuando  lo  que  le  sobraba  era  tiempo, para  emplearlo  en  la  ambiciosa  tarea  de  poner  en  orden  toda  la  documentación  que  durante  años  había  ido  recopilando  y  reunirla  en  una  obra, sin  prisas, más  por  diversión, aunque  muchas  veces  se le  hiciera  muy  cuesta  arriba, que  por  obligación. Además, también  contó  con  el  acicate  de   personas  cercanas  que  le  animaban  a  que  escribiera  lo  que  sabía  para  que  no  se  perdiera  el  fruto  de  sus  investigaciones.
 ¿Y qué  podemos  encontrar  en “Crónicas  lugareñas: Madrigalejo”?
En  primer  lugar, historia, y  sobre  todo,  la  historia  local,  que  va  desde  los  tiempos  prehistóricos  hasta  los  primeros  años  del  siglo XX. Sin  embargo, como  en  cualquier  población, los  vecinos  de  Madrigalejo  no  han  permanecido  aislados  a  lo  largo  del  tiempo, y  por  tanto, participaban  de  todas  la  vicisitudes  de  su  entorno  más  cercano, como  es  el  de  la  comarca  o  el  de  la  región, y  también  repercutían  en  ellos  los  acontecimientos  nacionales, así  como, en  algún  momento, los  que  sucedían  más  allá  de  nuestras  fronteras. Por  ello, son  inevitables  las  alusiones  a  la  Emérita  Augusta  de  los  romanos  o  a  la  Mereda  de  los  musulmanes; los  capítulos  dedicados  a  la  tierra  de  Trujillo, de  la  que  formamos  parte  desde  la  Reconquista  hasta  el  siglo  XIX; al  Monasterio  de  Guadalupe  y  a  los  Vargas, quienes  gozaron  de  gran  parte  de  nuestros  campos  durante  siglos. Nuestros  predecesores  también  fueron  víctimas  de  las  invasiones  que  se  sucedieron  en  la  Península, así  como  se  vieron  involucrados  en  los  conflictos  bélicos  que  afectaron  a  todos  los  españoles…Pero  además, hubo  gente  nacida  en  Madrigalejo  con  un  espíritu  aventurero  que  les  llevó  allende  los  mares, a  la  entonces  recién  descubierta  América, o  quien, estimulado  por  la  misión  evangélica, recaló, incluso, en  las  Filipinas; como  también  hubo  soldados  que  lucharon  en  las  guerras  de  Cuba  o  de  África.  Y  asimismo, igual  que  en  cualquier  otro  lugar  que  esté  junto  a  una  vía  de  comunicación, circularon  por  nuestros  pagos  múltiples  viajeros, algunos  de  ellos  de  cierta  importancia, entre  los  que podemos  incluir  a  reyes. De  todos  es  sabido cómo  un  rey  viajero   que  venía  enfermo, empeoró  de  tal  forma  en  las  cercanías  de  Madrigalejo, que  hubo  que  habilitarle  un  sitio  digno  donde  terminar  sus  días. Por  tanto, no  podía  faltar  una  referencia  destacada  en  el  libro  a  la  figura  del  rey  Fernando  el  Católico.
Como  la  mayoría  de  las  localidades, Madrigalejo  también  goza  de  su  pequeño  patrimonio. Por  ello, en  las  páginas  de  este  libro, podemos  encontrar  el  estudio  de  cada  una  de  las  piezas  que  conforman  nuestro  legado, de  las  que  conservamos  e, incluso, de  las  que, por  un  motivo  u  otro, se  han  perdido  pero  de  las  que  existen  noticias. Entre  esta  herencia  cultural  se  detallan hallazgos protohistóricos, restos romanos, vestigios  islámicos, la  casa  de  Santa  María, que por  ser  el  escenario  de  la  muerte  del  rey  Católico fue declarada  Monumento  Histórico  Nacional, la  iglesia  parroquial  de  San  Juan  Bautista  con  sus  bienes  muebles  y  las  ermitas.
Lo  que  se  ha  expuesto  hasta  el  momento  podría  decirse  que  conforma  el  armazón  de  la  obra; pero  en  ella  podemos  encontrar  bastante  más. El  autor, en  determinadas  ocasiones, aportar  sus  propias  hipótesis, exponiendo  todas  y  cada  una  de  las  razones  que  le  han  llevado  a  conjeturar  tales  teorías. Además, junto  a   la  abundancia  de  datos, documentos  y reseñas, también  podemos  toparnos  con  anécdotas, curiosidades, descripciones  de  tradiciones (como  el  que  dedica  a  nuestra  querida  “Carrerita”), incursiones  en  el  argot  campesino  que  está  ya  es  desuso (¿quién  oye  en  la  actualidad  palabras  como  pegujal, predio, cuéscara, estevón  o  cogujones?), topónimos  antiguos (algunos  desaparecidos, pero  otros  que  siguen  vigentes  en  la  actualidad), leyendas y cuentos  que  hemos  oído  pasar  de  generación  en  generación (como  el  del  infeliz  Tamborilero), usos  y  costumbres  de  otras  épocas, alusiones  a  personajes  de  carne  y  hueso  que  por  diferentes  motivos  merecen  un  recuerdo, y, por  supuesto, no  puede  faltar  algún  que  otro  toque  de  humor. Todo  ello, intercalado  en  cualquier  parte  del  texto, hace  que  las  partes  más  técnicas,  serias  y  áridas del  libro  sean  más  amenas.
El  libro  está  formado  por  34  capítulos, cada  uno  independiente, de  tal  manera  que  su  lectura  puede  efectuarse  intercaladamente  sin  que  por  ello  se  produzca  menoscabo  alguno. Esta  es  la  razón  por  la  que  algunas  explicaciones  se  repiten  en  distintos  capítulos, de  tal  forma  que  el  lector  puede  disponer  de  todos  los  datos  en  la  mano  y  no  tiene  que  volver  atrás  en  la  lectura.
Por  todo  lo  dicho, se  puede  apreciar  que  no  es  una  obra  fruto  de  la  improvisación, sino  que  lleva  tras  de  sí  toda  una  vida  de  trabajo. Aparte   de  estar  muy  documentado, pues  no  en  vano  se  sustenta  en  una  amplia  bibliografía  y  en  varios  tipos  de  fuentes, es  un  escrito  que  puede  calificarse  de  personal  y  de  no  estar  del  todo  concluido. Es  personal  porque  en  él   mi  padre  expone  opiniones, expresa  su  dolor  ante  aberraciones  producidas  en  nuestro  patrimonio  o  en  nuestro  medio  ambiente, afloran  sus  sentimientos  religiosos  y  porque  se  encuentra  más  a  gusto  tratando  temas  más  atractivos  para  él  que  otros  que  no  lo  son  tanto. No  está  del  todo  concluido  porque  en  su  mente  todavía  faltaban  algunos  capítulos  por  añadir, y  las  circunstancias  han  hecho  que  se  diera  por  cerrado.
Por  último, me  gustaría  de  alguna  manera  agradecer  a  todas  y  a  cada  una  de  las  personas  que  de  un  modo  u  otro  han  contribuido  a  que  se  haya  hecho  realidad  el  proyecto  de  mi  padre, pero  ésta  sería  tarea  suya, que  lo  hubiera  hecho  si  se  encontrase  en  las  mejores  condiciones, y  que  yo  no  puedo  ejecutarlo  porque  en  la  mayor  parte  lo  desconozco. Lo  que  sí  quiero  es  mostrar  mi  agradecimiento  a  las  personas  e  instituciones  que  me  han  ayudado  en  la  parte  final  del  recorrido, cuando  me  hice  cargo   de  la  tarea  de  su  publicación, como  a  Ubaldo  Cerezo, Soledad  López-Lago, Bartolomé  Díaz, Toni  Loro, Marcial  Velarde, al  Ayuntamiento  de  Madrigalejo, que  ha  organizado  este  acto, y, por  supuesto, a  todos  los  presentes, especialmente  a  quienes  se  han  desplazado  desde  fuera.

Y  por  mi  parte  no  me  queda  más  que  desear  que  disfruten  con  la  lectura  del  libro  y  que  sirva  para  querer  más  a  nuestra  tierra  y  conocerla  mejor. Muchas  gracias  a  todos.”