miércoles, 8 de julio de 2020

LOS VERANOS DE ANTONIA CALDERA



Antonia Caldera Tejeda pasaba los veranos de su niñez en casa de su abuelo materno Juan, en Madrigalejo. Los recuerdos de aquella infancia los plasmó en un texto, que presentó en 2006 en el XIV CERTAMEN LITERARIO PARA PERSONAS MAYORES “EXPERIENCIA Y VIDA”, organizado por la Consejería de Sanidad y Dependencia de la Junta de Extremadura. La obra de Antonia Caldera, “Recuerdos de mi infancia”, fue premiada con el Primer Accésit, y publicada, junto con las demás obras premiadas y seleccionadas, en un libro, en 2007.

Desde la añoranza, Antonia Caldera refleja en su relato unos tiempos y una forma de vida muy diferentes a los actuales, que merece mucho la pena evocarlos. Es una gozada leer su texto, entre otras cosas, por el cariño que rezuma en el escrito. Y, como nos ofrece una información preciosa sobre el Madrigalejo de mediados del siglo XX, a continuación, iré entresacando algunos fragmentos de su obra, que van a ir entrecomillados, y, de forma intercalada, irán algunos breves comentarios.

Antonia describe a su abuelo de esta manera: “Mi abuelo era un señor viejo, fuerte, con bigote canoso y ojos azules, aunque no era muy alto. Estaba casi ciego y le faltaba la mano izquierda, la había perdido en la guerra de Cuba. Él estaba orgulloso de ello, y por haber sobrevivido a aquel desastre le dieron la Placa de San Hermenegildo, una condecoración militar muy importante”. El Sr. Juan Tejeda era todo un personaje y, sobre él, Lorenzo Rodríguez Amores, en la página 451 de Crónica Lugareñas. Madrigalejo, dice que vino mal parado de la guerra de Cuba:
con su cuerpo maltrecho de las laceraciones recibidas en el campo de batalla: un ojo en extremo vasculizado, fuera de su natural alojamiento, sin un carrillo y manco de una mano. Según sus referencias, esta mano le salvó la vida pues, al protegerse con ella, si bien fue cercenada, evitó que le abriesen la cabeza, hacia donde iba dirigido el golpe de espada del enemigo. También llegó con una paga vitalicia que, aunque en un principio fue la ínfima de cabo, que es como ingresó en el Cuerpo de Mutilados, más adelante se convertirá en suculenta, al alcanzar, ya anciano, la graduación de general.

Su abuelo vivía en la calle del Peral, en “una casa propia, hecha a su gusto, que en aquellos tiempos era mucho, de dos plantas, en una calle ancha empedrada”. Varias décadas después, Antonia volvió a pisar esta calle y cuenta que “ya estaba asfaltada y, cosa curiosa, las casas todas me parecían más pequeñas y bajas”.

Calle del Peral en la actualidad

Otros recuerdos entrañables de entonces “era ver cómo al caer la tarde, sobre todo en el verano, iban pasando sucesivamente manadas de vacas, que iban de recogida; el vaquero las recogía por la mañana y las llevaba a sus dueños respectivos por las tardes”.

“Lo mismo que con las vacas ocurría con los cerdos, cada cerdo por la noche a su casa y hasta algunos vecinos tenían patos, era precioso ver cómo cada grupo remontaba la calleja que iba al río y se recogían por las noches sin perder el compás, en fila, uno detrás de otro, primero el macho con sus plumas de la cola encaracoladas, después la hembra y los patitos”.

Hablando del río, escribe que su abuelo, “aunque tenía bastón, diariamente iba de paseo, a pesar de estar medio ciego, con el señor Reyes u otros y se sentaba en las posaderas cerca del puente, pues a la entrada del pueblo había un río, el Ruecas, y era donde los viejos del pueblo y otros no tan viejos se sentaban a charlar”.

(Puente sobre el Ruecas. En la tabla se puede apreciar unos patos nadando)                     

“¡Qué río aquel de mi infancia!, lleno de agua, con cañas en las orillas, donde lo mismo se veía a las mujeres del pueblo con sus cestos de ropa y sus batideros de madera para lavar, que a los muchachos del pueblo bañándose. Sólo los muchachos, las chicas no se bañaban, estaba mal visto. Algunas mozas, acompañadas por una señora mayor, iban en grupo a bañarse si la noche era calurosa, pero no era lo corriente.”

No olvidemos que, en nuestra tierra, el calor en verano pega de lo lindo. Por eso, hay varias referencias a la forma de combatir las altas temperaturas en tiempos no tan lejanos. Cuando habla del pozo de la casa de su abuelo dice que “no se secaba nunca. Como entonces no había frigorífico, mi padre metía en el cubo del pozo, que se movía con una soga gorda enganchada a una polea, tomates, uvas, refrescos y todo lo que queríamos enfriar”.

¿Qué otros alimentos no pueden faltar para combatir el calor? Pues también nos lo cuenta Antonia: “mi tía Inés, les tenía preparados para su marido y sus hijos un gran plato de ajo blanco fresquito, con sus trozos de pan y de tomate al estilo de Madrigalejo”. Y así es que, la base de todo buen ajoblanco debe llevar aceite de oliva, ajo, huevo, miga de pan, vinagre y agua; después, en cada casa, le añadían productos de la huerta según sus gustos, como tomate, pepino, uvas, higos o brevas, etc. Recordemos que, en Madrigalejo, los productos de la huerta siempre estuvieron al alcance de la mano, porque se cultivaban en la ribera del río y, hasta la llegada del regadío, sacaban el agua con la noria o el cigüeñal.

No se olvida tampoco de nuestros ricos melones: “Como este pueblo tiene fama en los alrededores por los exquisitos y abundantes melones, una forma de conservarlos era echarlos sobre el grano, como esparcidos, y así duraban más tiempo sin pudrirse”. Aquellos melones de secano que tanta fama nos dieron se podían conservar de dos maneras para que duraran hasta bien entrado el invierno e, incluso, hasta Semana Santa. Una de ellas era como lo describe Antonia, en los doblados de las casas, encima de los montones de granos de cereal que allí se almacenaban, esparcidos y con la precaución de que no se tocasen unos con otros. La otra forma de conservar los melones es haciéndoles una red, a la que llamábamos "casa", y colgándolos. Antiguamente esas casas se hacían de junco y, más recientemente, de rafia o cuerda de pita.

¿Y hay algo más refrescante que un helado? También recuerda Antonia los helados de su infancia. “Algunas tardes de verano, ya cuando caía el sol, pasaba por nuestra calle el señor Lucas, el heladero del pueblo. Iba con su heladera a cuestas. Nosotros le pedíamos a nuestro abuelo que nos comprara un helado. El señor Lucas se paraba en la puerta de nuestra casa y nos daba un helado a cada niño de los de barquillo y a los mayores uno de máquina. Era todo un ritual ver cómo con la paleta iba llenando de rico helado el barquillo en forma de barco y, en la máquina, todo cremoso, se ponía primero la galleta, luego el helado y por último otra galleta. Quedaba como un emparedado, pero ¡qué fresco!”
“Creo que los pequeños costaban un real y los de máquina una peseta”.

Me comenta Satur Ciudad Cabanillas, que su abuelo Lucas hacía y vendía helados con un carrillo por las calles, y que tenía otro en la plaza de la Ermita, en la esquina de la farmacia, donde su abuela Satu vendía helados en verano y castañas asadas en invierno. El señor Lucas compraba las barras de hielo en casa del señor Diego Loro, que después troceaba con un martillo, para llenar los bidones de los helados. El señor Diego también le vendía las galletas, los cucuruchos y la leche condensada que usaba para hacer el helado de mantecado.

Y sigue contando Antonia: “Todas las noches (los vecinos) se sentaban con sus sillas en las puertas de sus casas a tomar el fresco, para así pasar mejor el calor”.
“Los vecinos charlaban unos con otros los más próximos y, mientras, los chiquillos jugábamos todos en la calle como si fuera el mejor parque del mundo. Y eran tales las risas y voces que, como a veces tardábamos en acostarnos, se hacía tarde. Entonces los vecinos que tenían que madrugar para hacer sus tareas agrícolas con el fresco de la mañana, a veces se molestaban, y aparecía la “pantaruja”. Esta era un hombre o mujer que se envolvía en una sábana, se ponía una calabaza o cántaro en la cabeza con orificios alrededor y una vela encendida en lo alto. Era el pavor de los muchachos, esa noche nos acostábamos rápido.”

(Representación de unas pantaruyas)             

En la memoria de las personas de más edad, están las pantaruyas, que con frecuencia salían, ya fuera por unos motivos u otros, a asustar a niños y mayores. Famoso es el dicho pantaruyas en el Sevellar, burros a casa. Y junto con el pez mulo, las usaban como cantinela para amenazar con su venida a los niños que no comían.

(El Pez Mulo pintado por Jonatan Carranza Sojo)            

También recuerda Antonia las fiestas y entretenimientos de Madrigalejo. “Las fiestas del pueblo eran en verano, pues su patrón era San Juan, el 24 de junio. Recuerdo cómo adornaban las calles principales con globos de papel y banderitas. En la plaza veíamos por la noche los fuegos artificiales y había verbena. También para ser un pueblo pequeño, había dos bailes, el del Simonero y otro que no recuerdo cómo se llamaba. Por la mañana, el matiné, y por la tarde, en el café, actuaban las “animadoras”, unas artistas que cantaban y bailaban las coplas del momento. También fueron a veces compañías de teatro con Antonio Molina, Mercedes Vecino, Juanito Valderrama y Dolores Abril. Era un pueblo muy alegre y rumboso. La gente animada y divertida.”

El señor Simón Carranza, tenía el baile en la calle Gutiérrez, esquina con calle Recio. Es el baile que llamaban "del Simonero". El otro baile podría ser el del casino. Y sí que es cierto que Madrigalejo sigue siendo “un pueblo muy alegre y rumboso”. 

(Panorámica de Madrigalejo desde el puente sobre el río Ruecas)               
Es una delicia leer estos recuerdos de la infancia que tan bien fijados quedaron en la memoria de Antonia Caldera. Gracias a que los dejó escritos en su relato – y no están todos aquí- podemos gozar de ellos y unirlos a los que guardamos cada uno de nosotros. El libro donde está publicado me lo regaló personalmente Antonia Caldera, en Mérida, por lo que la estoy enormemente agradecida.

Guadalupe Rodríguez Cerezo.

Bibliografía:

-A. CALDERA TEJEDA. “Recuerdos de mi infancia”. XIV Certamen Literario para Personas Mayores. Experiencia y Vida. Edita Consejería de Sanidad y Dependencia de la Junta de Extremadura. Badajoz, 2007.
-L. RODRÍGUEZ AMORES. Crónicas Lugareñas. Madrigalejo. Tecnigraf, S.A. Badajoz, 2008.