domingo, 5 de septiembre de 2021

EL TORO PERREQUE

 

El texto que a continuación se va compartir en “Luz de Candil” es obra original de Lorenzo Rodríguez Amores. Lo escribió dentro de uno de los capítulos de su libro Crónicas Lugareñas Madrigalejo, aunque finalmente decidió no incluirlo –como otros varios textos- para que no fuera excesivamente extensa la obra. Se reproduce aquí tal y como él lo escribió, excepto algunas posibles aclaraciones, que irán entre paréntesis.

El Toro Perreque:

Era un 20 de agosto de 1925, cuando el pueblo hierve en fiestas. ¡Es su Feria! En aquella ocasión, la gente rebulle nerviosa porque se anuncia que va a haber toros. Espectáculo que, muy de tarde en tarde, forma parte de las diversiones feriales y, por eso, conmocionaba al personal su celebración, además de que las diversiones no eran ni abundantes ni variadas, sino, por regla general, bastante simples.

El escenario de la corrida fue la mismísima Plaza de la localidad, sin faltarle la clásica estampa de los festejos de antaño con las pintorescas empalizadas y los carros entrelazados. La Plaza era entonces de tierra, estaba sin enrollar (y mucho menos sin asfaltar). El edificio que destacaba algo, y no mucho, era el Ayuntamiento (se refiere al edificio antiguo, que estaba situado donde hoy se encuentra una parte de los “pisos tutelados”, la que da a la calle Cisneros y donde antes estaba el “hogar rural”, al que se accedía a través de unas gradas para salvar el desnivel de la plaza). Aquí (en el edificio del Ayuntamiento) se instala el botiquín, bien provisto de tintura de yodo y atendido por los médicos D. Antonio Fraile y D. Francisco Sánchez, con la ayuda del practicante D. Manuel Collado, sin que faltasen otros allegados por allí que elegían el sitio por más seguro.

Aquí se encontraba situado el Ayuntamiento en 1925, cuando ocurrieron el hecho que se relata.

Tres reses de tres años, y los tres negros como una mora, se trajeron de los campos de Miajadas para el festejo taurino. No traen divisa ni señal en orejas y, por supuesto, tampoco hierro de fama, pero, a pesar de esa procedencia cunera demuestran una casta, como ganado bravo, que para sí la quisieran vacadas de abolengo. Un maletilla de pelo en pecho, que le dicen “Bocanegra”, se va a enfrentar a los tres toritos como único espada, luciendo con majeza un traje de luces desvaído por el uso y en donde palidecen manchas de sangre de anteriores actuaciones; manchas que prueban ser lidiador de cierto cartel y, sobre todo, de valentía, a lo que hay que añadir los numerosos zurcidos del terno, muchos de ellos calcados en la propia carne del torero.

Sirvió de toril la calleja del Coso, una callejita al “coso”, es decir, a la Plaza grande del pueblo (no se refiere a la vía que actualmente lleva el nombre del Coso, pues esta ni parte ni sale de la Plaza). El propio Ayuntamiento se habilitó de portón para hacer el paseíllo, lo que indica que su puerta no se hallase demasiado protegida, quizás por la confianza puesta en la relativa pendiente que existía entre el acceso y el terreno exterior.

El gentío rugía de entusiasmo durante la corrida ante el airoso comportamiento de “Bocanegra” y la extraordinaria bravura de los utreros. Pero si bien cumplieron todos, uno de ellos destacó sobre los otros dos, por la impetuosidad de las embestidas y por la saña de su acoso. Este toro, en el momento álgido del espectáculo, sin duda observa algo que le llama la atención en la portada del Ayuntamiento. Y hacia allá se dirige sin titubeos en su manía persecutoria, sin tener en cuenta, por supuesto, el derecho de asilo que pudiera representar la institución municipal.

Nada más advertir las intenciones del animal los que allí se encontraban, naturalmente, despejan el sitio en un santiamén sin que, en la pavorosa huida, nadie se pare a cerrar la puerta, ni a hacer concesiones a la cortesía del “pase usted primero”. ¡El toro se mete en la Casa de los Consistorios con la furia de un vendaval!

El público del exterior se estremece de pánico porque sabe que los encerrados no tienen escape por otra puerta, pues nadie tuvo la precaución de abrir una trasera pequeña que había en un corralillo. Aquello no podía terminar si no en una descomunal tragedia. Los del interior buscaron refugio como pudieron, protegiéndose con los más inverosímiles enseres que había depositados en un cuartucho del Ayuntamiento. Como aquel humilde servicio funerario que se utilizaba, en común, para llevar al camposanto a los fallecidos, y que, nunca con más propiedad que en ese momento, se podría decir aquello de “no tener donde caerse muertos”, del cual, después de pasado el susto, más muerto que vivo, fue extraído aquel magnífico barbero y buena persona que era el maestro Rafael Capilla. De una tina, costó trabajo sacar al tío Manuel Manzanedo. Mientras que otros salvaron la vida debajo de aquella barquichuela que el Concejo guardaba para el salvamento de náufragos y que prestó valiosos servicios cuando el río crecía deprisa e inesperadamente pillando desprevenidos a los ribereños. Hasta una enorme esfera del reloj de la torre –la primera que hubo y mucho más grande que las posteriores- sirvió de frágil parapeto o mejor escondite. Los primeros en abandonar su puesto habían sido los facultativos, que salieron a la tira y lograron subir al cuchitril en el que se atendía el servicio telegráfico; allí se los encontraron encaramados en la mesita y en el par de sillas que había por todo mobiliario, como si esos enseres pudieran constituir un salvavidas para ellos.

Milagrosamente no ocurrió otra cosa que las consabidas escenas de pánico, escenas que no se manifestaron en el momento del apuro y que sería la causa de la salvación, pues, con la gente que había dentro del edificio, el toro no percibió nada más que un silencio sepulcral, como si en aquel interior no hubiera un vivo. Sin embargo, uno de los hombres que se hallaban en aquella pavorosa situación salió antes de tiempo de su escondrijo, creyendo que el animal había terminado de poner en regla los papeles municipales y ya estaría en su sitio, en la plaza. A este señor le conocían en el pueblo por el mote del tío “Perreque”, y gran sorpresa se llevó cuando, al llegar al umbral, se dio cuenta de que el toro no había salido al exterior. El tío Perreque no sabía si tirar hacia adelante o hacia atrás y, sin darle tiempo a tomar una decisión, el toro viene por la espalda, le pilla por los sobacos sin causarle ninguna lesión, lo zarandea como un pelele y lo saca en volandas al redondel hasta que lo arroja al santo suelo. El resultado no pasó de unas leves magulladuras sin que pasara la cosa a mayores.

Solo por algún hecho excepcional se le cambia el nombre a una res vacuna, pues la costumbre es bautizar en los primeros periodos de la vida, casi siempre por un derivativo de la madre o alguna particularidad de su capa, sin despreciar tampoco ciertas características de su temperamento. Pues bien, desde este hecho en adelante, a aquel gallardo torito se le empezó a llamar el toro “Perreque”, en honor a la persona que había paseado en sus cuernos.

La existencia de aquel bravo animal no acabó aquella tarde, como sí ocurrió con la de sus compañeros. ¡El Perreque fue indultado! El perdón fue recibido por el público con verdadero clamor, máxime cuando se enteraron de que se iba a quedar en una ganadería del pueblo. Se lo llevan a padrear a la finca “El Saltillo”, para echar salsa picante a las vacas del gran aficionado, que en vida fue, Fermín Sánchez Cerezo, y no lo decimos por su exuberante humanidad, motivadora de que en Madrigalejo se le llamase cariñosamente “Ferminote”, pues era un hombre que, a su lado, no había penas y que siempre estaba presente allí donde hubiese quehaceres taurinos, lo mismo si se tratase de organizar festejos populares que en las faenas camperas, en las que uno se tenía que guardar muy bien de sus habituales bromas.

Repetidas veces hablé del toro Perreque con nuestro amigo y convecino Diego Durán, a quien todo el mundo llama Diego el Vaquero, pues cuando era zagalillo imberbe, ayudaba en la custodia de la vacada en la que fue recogido el animal. Diego, siempre, nos ha contado que el “Perreque” se comportó con tal nobleza en la pastoría y fuera de ella que jamás se observó una peligrosa acción ni creó problema alguno a sus guardianes. Dándose a la vida padre, nunca con más propiedad dicho, se tiró en esa vacada, entre las vegas del Cubilar y el Gargáligas, cuatro años.

Transcurrido ese tiempo, con increíble temeridad, se decidió volver a lidiarle, en otro día de feria. El pueblo se estremece de miedo ante el anuncio de que vuelve el “Perreque”. Todo era recomendaciones a la chiquillería de que no saliéramos a la calle, pero ¿quién nos sujetaba estando la Plaza pletórica de atracciones?

En esta ocasión, con criterio muy razonable, la corrida se celebra fuera del casco urbano, ya que la clásica plaza de carros se hizo en la “Carrizosa”. ¿Se encontraría a algún torerillo templado que fuera capaz de enfrentarse a aquella fiera de siete años y con el agravante de ser conocedora del oficio? Ya lo creo, ¡vuelve el “Bocanegra”! ¿Estaría en su juicio el mozo? ¿Por qué arriesgarse así en una actuación que, por muy airoso que saliese, no podría darle mucho cartel? Ya se necesitaba derroche de valor salir a vérselas con el “Perreque” el mismísimo “Bocanegra”, conociéndose uno y otro cuando cuatros años atrás se enfrentaron en la otra plaza de Madrigalejo.  

Ocurrió lo que era de esperar… El Perreque no concede la más mínima oportunidad al torero. El Perreque no consiente que aquel capote le burle una sola vez. Al primer intento, todo lo resuelve el toro bravo por expedita vía de una gran cornada, de la cual, si bien salva la vida el pundonoroso “Bocanegra”, le impide seguir la función.

¡Ya está el Perreque arrogante y esperando el desafío, hecho el dueño absoluto del redondel! Aunque no hay cuidado, nadie se atreve a llamarle la atención. La situación se hizo tan embarazosa que las autoridades solicitan y ordenan que, con las armas, hagan desaparecer el peligro en ciernes que supone ya aquel enfurecido animal. Allí mismo cae redondo ante los disparos de los civiles.

¡Así murió aquel toro de romance! Ciertamente no fue una muerte bella, pero bien pudo ser la más lógica.

Con toda la tarde por delante y sin disponer de más toros y más toreros, ¿qué hacer con el respetable? Como allí estaban las vacas que habían servido para conducir por los caminos al “Perreque”, se recurre a las capeas con ellas. Se suelta la primera vaca, llamada la “Morena”, y nada más salir, zarandea violentamente al vecino apodado el “Choncho”. Desde ese momento se empezará a llamar a la vaca la “Choncha”. Acto seguido, un compañero de cantina del “Choncho” avanza decidido hacia el animal, que hasta ese momento se sorprende del atrevimiento. A corta distancia le increpa airado por su desconsiderada conducta con su amigo, dirigiéndose a ella en alta voz:

-“Mala jembra. ¡Eso no se jace con los jombres!”

Y la “Choncha”, por respuesta, le mandó a contar las estrellas.