(El
texto que a continuación vamos a compartir fue escrito por mi padre, Lorenzo
Rodríguez Amores, y que no llegó a publicar. En el texto intercalaremos algunas
fotografías)
¿Quiénes
de cuantos anden o hayan superado los tres cuartos de siglo no añoran las “corroblas”
familiares, alrededor de la lumbre, para descabezar las primeras horas de
aquellas interminables noches, sobretodo de la estación invernal?
Hoy
prácticamente han desaparecido los diálogos hogareños porque, de golpe y
porrazo, se han introducido en nuestras casas unos medios que, bien botoneados,
te evitan opinar y pensar por tu cuenta, ya que todo lo presentan comido y
servido. Esto ha hecho verdaderos estragos en una juventud que no sabe lo que se
pierde: diálogos, consejos e intercambio de pareceres con los padres, abuelos y
personas experimentadas.
Se
solía empezar, casi indefectiblemente la conversación en aquellas reuniones,
dada la idiosincrasia inconformista de las gentes del agro, con quejas de lo
contrario que venían los tiempos para las distintas tareas camperas. Entre
charlas formales o comentarios de los chismes pueblerinos, con frecuencia,
salían a relucir cuentos e historietas maravillosas y sucedidos azarosos, a lo
mejor vividos por el que más y el que menos de los contertulios y que la gente
menuda escuchaba sin pestañear. Tampoco faltaban los relatos de episodios
bélicos, con un verdadero alarde de memoria, de los que tal vez alguno de los
presentes fue protagonista. Puede decirse que los que ya éramos zagaletes en
aquellos lejanos tiempos estábamos enterados de las calamidades de luchar en la
manigua cubana y de las privaciones de los blocaos en tierra de moros: blocaos
de la Muerte, del Barranco Lobo, de Cobba-Darsa…, combates de Annual, de Seganga,
de Xauen…, todos ellos con presencia de soldados madrigalejeños.
Contaban
los antiguos, quienes a su vez se lo escucharon a otros más viejos que ellos,
que en los tiempos de estos últimos, había en Madrigalejo una mocita sin igual
por linda y garbosa. Ignoramos su nombre y apellidos, pues sólo era conocida
por la “Cava”, un apodo que tampoco sabemos si se debe a que tenía su morada en
la calle con esta misma denominación, la cual aún conserva, o la citada vía
tomó el nombre del mote, tal vez heredado, de la moza.
La
“Cava”, con sus singulares atractivos, de buen parecer y natural alegre,
siempre haciendo gala de saber estar en su sitio por honesta y juiciosa, poseía
un “aquel” que volvía mochales al mocerío del pueblo y de su entorno. Ni qué
decir tiene que no le faltaban pretendientes y así fue preguntada, o dicho de
otro modo, requerida de amores por no pocos de sus entusiastas admiradores.
Pero ella resistía sin comprometerse, tal vez reservándose para cuando se
acercase a ella algún buen mozo que le entrase por el ojo. La ocasión no se
hizo esperar. La mocita cayó en las redes que le tiende un apuesto militar con
unas perspectivas de brillante futuro profesional, pues a los veintiséis años
lucía las tres estrellas de capitán.
La
disciplina militar no es pródiga en permisos de asuetos, de aquí que el enamorado
no pierda ocasión, cuando se le presenta cualquier coyuntura, de acercarse a Madrigalejo
para disfrutar de tiernos paliques amorosos. En una de esas visitas, a nuestro
capitán le llega la hora de la separación, ya que es reclamado por sus deberes
profesionales y debe cortar esos idílicos momentos de “pelar la pava”, cuando
todo era felicidad en la pareja. El capitán Gorbea recibe la orden de
incorporarse a su guarnición toledana con urgencia.
No
le queda otro recurso que tomar la diligencia en Miajadas que le llevaría a
Madrid. Para llegar hasta allí, debe
hacer una penosa andadura de siete u ocho leguas, que es la distancia que
separa Miajadas de Madrigalejo, y ha de hacerlo cuando la noche se viene
encima, y la noche no es buena consejera para una marcha por senderos
desconocidos y solitarios. Nada más iniciar el camino, las criaturas nocturnas
rompen el opaco silencio de la oscuridad: la mochuelada con sus machaqueos
insistentes de posesivo como si fuese suyo todo el monte, los lamentos
quejumbrosos de las cornejas o corujas, el semigrito lánguido del búho mientras
se atusa el plumaje para llamar la atención a la pieza de caza que se atreve a salir
de su guarida y el siseo de la espectacular lechuza… en realidad seres
inofensivos, no así el taimado y mítico lobo, cuya desagradable y frecuente compañía se detecta
sin necesidad de verlo, que sigue y persigue al caminante con sus castañeteos
de dientes , ojos como ascuas y
trístísimos aullidos que, debido al tufo que expele, provoca verdadero
pavor tanto a las personas como a los animales, a quienes puede decirse que le
ponen los “pelos de punta” y “el vello de carne de gallina”, lo que en términos
campesinos se conoce con el apelativo de “enlobarse”.
Pero,
en ocasiones, son más peligrosos los lobos que se refieren al género humano. El
viajero que se lanzó a la andadura, un pie tras otro, con la intención de caer
en Miajadas al amanecer, para subirse a la diligencia que le llevará a Madrid
utilizando el camino común de Alcollarín y Campo Lugar, tuvo que atravesar los
arenosos adehesamientos de la Torrecilla de Abajo, las Abiertas y Carrascalejo,
por donde se hunde el cauce del río Pizarroso. Ya dice el refrán que “entre las
doce y la una, anda la mala fortuna”. Pero el caminante no pensaba en peligros,
sin duda ensimismado en los recuerdos de los deleites amorosos… En la orilla
contraria del río había gente apostada y bien oculta entre la espesura de los
junquerales. No tuvo tiempo el capitán Gorbea de asustarse y mucho menos de
defenderse, pues fue asaltado por los agazapados con tal rapidez, ensañamiento
y violencia que le quitaron la vida casi en el acto.
He
aquí la partida de defunción del
desgraciado militar:
“En la Iglesia Parroquial del lugar de
Madrigalejo, obispado de Plasencia, en 19 días del mes de Marzo de 1811, fue
sepultado, según el Ritual Romano, como pobre de solemnidad, Don Sebastián de
Gorbea, natural de Vizcaia, se ignora de qué pueblo, Teniente Capitán del
Regimiento de Cavallería Cazadores Imperiales de Toledo, el cual fue asesinado,
en el día anterior, por unos malvados al lado de allá del río Pizarroso, camino
de Miajadas. No recibió sacramento alguno. Y para que conste lo firmo Francisco
González”.
Así,
la Cava, la guapísima Cava, vio romperse, con la pérdida del adorado prometido,
una felicidad para la que no encontraba consuelo y alivio.
Lorenzo Rodríguez Amores.
(En el documento donado por la familia Esteban Rodríguez al Ayuntamiento de Madrigalejo, en el folio 3, cara A, aparece el nombre de la calle Cava, en 1805. Es muy lógico que fuese apodada la mocita como "la Cava" por habitar en esta calle y no al contrario)