Antonia Caldera Tejeda
pasaba los veranos de su niñez en casa de su abuelo materno Juan, en Madrigalejo. Los recuerdos de aquella infancia los plasmó en un texto, que presentó en 2006
en el XIV CERTAMEN LITERARIO PARA PERSONAS MAYORES “EXPERIENCIA Y VIDA”,
organizado por la Consejería de Sanidad y Dependencia de la Junta de
Extremadura. La obra de Antonia Caldera, “Recuerdos de mi infancia”, fue
premiada con el Primer Accésit, y publicada, junto con las demás obras
premiadas y seleccionadas, en un libro, en 2007.
Desde la añoranza, Antonia Caldera refleja en su relato unos
tiempos y una forma de vida muy diferentes a los actuales, que merece mucho la
pena evocarlos. Es una gozada leer su texto, entre otras cosas, por el cariño
que rezuma en el escrito. Y, como nos ofrece una información preciosa sobre el
Madrigalejo de mediados del siglo XX, a continuación, iré entresacando algunos
fragmentos de su obra, que van a ir entrecomillados, y, de forma intercalada, irán algunos breves comentarios.
Antonia describe a su
abuelo de esta manera: “Mi abuelo era un señor viejo, fuerte, con bigote canoso
y ojos azules, aunque no era muy alto. Estaba casi ciego y le faltaba la mano
izquierda, la había perdido en la guerra de Cuba. Él estaba orgulloso de ello,
y por haber sobrevivido a aquel desastre le dieron la Placa de San
Hermenegildo, una condecoración militar muy importante”. El Sr. Juan Tejeda era
todo un personaje y, sobre él, Lorenzo Rodríguez Amores, en la página 451 de Crónica Lugareñas. Madrigalejo, dice que
vino mal parado de la guerra de Cuba:
…con su cuerpo maltrecho de las laceraciones recibidas en el campo de
batalla: un ojo en extremo vasculizado, fuera de su natural alojamiento, sin un
carrillo y manco de una mano. Según sus referencias, esta mano le salvó la vida
pues, al protegerse con ella, si bien fue cercenada, evitó que le abriesen la
cabeza, hacia donde iba dirigido el golpe de espada del enemigo. También llegó
con una paga vitalicia que, aunque en un principio fue la ínfima de cabo, que es
como ingresó en el Cuerpo de Mutilados, más adelante se convertirá en
suculenta, al alcanzar, ya anciano, la graduación de general.
Su abuelo vivía en la
calle del Peral, en “una casa propia, hecha a su gusto, que en aquellos tiempos
era mucho, de dos plantas, en una calle ancha empedrada”. Varias décadas
después, Antonia volvió a pisar esta calle y cuenta que “ya estaba asfaltada y,
cosa curiosa, las casas todas me parecían más pequeñas y bajas”.
Calle del Peral en la actualidad
Otros recuerdos
entrañables de entonces “era ver cómo al caer la tarde, sobre todo en el
verano, iban pasando sucesivamente manadas de vacas, que iban de recogida; el
vaquero las recogía por la mañana y las llevaba a sus dueños respectivos por
las tardes”.
“Lo mismo que con las
vacas ocurría con los cerdos, cada cerdo por la noche a su casa y hasta algunos
vecinos tenían patos, era precioso ver cómo cada grupo remontaba la calleja que
iba al río y se recogían por las noches sin perder el compás, en fila, uno
detrás de otro, primero el macho con sus plumas de la cola encaracoladas,
después la hembra y los patitos”.
Hablando del río, escribe
que su abuelo, “aunque tenía bastón, diariamente iba de paseo, a pesar de estar
medio ciego, con el señor Reyes u otros y se sentaba en las posaderas cerca del
puente, pues a la entrada del pueblo había un río, el Ruecas, y era donde los
viejos del pueblo y otros no tan viejos se sentaban a charlar”.
(Puente sobre el Ruecas. En la tabla se puede apreciar unos patos nadando)
“¡Qué río aquel de mi
infancia!, lleno de agua, con cañas en las orillas, donde lo mismo se veía a
las mujeres del pueblo con sus cestos de ropa y sus batideros de madera para
lavar, que a los muchachos del pueblo bañándose. Sólo los muchachos, las chicas
no se bañaban, estaba mal visto. Algunas mozas, acompañadas por una señora
mayor, iban en grupo a bañarse si la noche era calurosa, pero no era lo
corriente.”
No olvidemos que, en
nuestra tierra, el calor en verano pega de lo lindo. Por eso, hay varias
referencias a la forma de combatir las altas temperaturas en tiempos no tan
lejanos. Cuando habla del pozo de la casa de su abuelo dice que “no se secaba
nunca. Como entonces no había frigorífico, mi padre metía en el cubo del pozo,
que se movía con una soga gorda enganchada a una polea, tomates, uvas, refrescos
y todo lo que queríamos enfriar”.
¿Qué otros alimentos no
pueden faltar para combatir el calor? Pues también nos lo cuenta Antonia: “mi
tía Inés, les tenía preparados para su marido y sus hijos un gran plato de ajo
blanco fresquito, con sus trozos de pan y de tomate al estilo de Madrigalejo”. Y así es que, la base de todo buen ajoblanco debe llevar aceite de oliva, ajo, huevo, miga de
pan, vinagre y agua; después, en cada casa, le añadían productos de la huerta según sus
gustos, como tomate, pepino, uvas, higos o brevas, etc. Recordemos que, en Madrigalejo, los
productos de la huerta siempre estuvieron al alcance de la mano, porque se
cultivaban en la ribera del río y, hasta la llegada del regadío, sacaban el agua con la
noria o el cigüeñal.
No se olvida tampoco de
nuestros ricos melones: “Como este pueblo tiene fama en los alrededores por los
exquisitos y abundantes melones, una forma de conservarlos era echarlos sobre
el grano, como esparcidos, y así duraban más tiempo sin pudrirse”. Aquellos
melones de secano que tanta fama nos dieron se podían conservar de dos maneras
para que duraran hasta bien entrado el invierno e, incluso, hasta Semana Santa.
Una de ellas era como lo describe Antonia, en los doblados de las casas, encima
de los montones de granos de cereal que allí se almacenaban, esparcidos y con la precaución de que
no se tocasen unos con otros. La otra forma de conservar los melones es haciéndoles
una red, a la que llamábamos "casa", y colgándolos. Antiguamente esas casas se hacían de junco y, más recientemente, de rafia o cuerda de pita.
¿Y
hay algo más refrescante que un helado? También recuerda Antonia los helados de
su infancia. “Algunas tardes de verano, ya cuando caía el sol, pasaba por
nuestra calle el señor Lucas, el heladero del pueblo. Iba con su heladera a
cuestas. Nosotros le pedíamos a nuestro abuelo que nos comprara un helado. El
señor Lucas se paraba en la puerta de nuestra casa y nos daba un helado a cada
niño de los de barquillo y a los mayores uno de máquina. Era todo un ritual ver
cómo con la paleta iba llenando de rico helado el barquillo en forma de barco
y, en la máquina, todo cremoso, se ponía primero la galleta, luego el helado y
por último otra galleta. Quedaba como un emparedado, pero ¡qué fresco!”
“Creo
que los pequeños costaban un real y los de máquina una peseta”.
Me comenta Satur Ciudad
Cabanillas, que su abuelo Lucas hacía y vendía helados con un carrillo por las
calles, y que tenía otro en la plaza de la Ermita, en la esquina de la farmacia, donde su abuela Satu
vendía helados en verano y castañas asadas en invierno. El señor Lucas compraba
las barras de hielo en casa del señor Diego Loro, que después troceaba con un
martillo, para llenar los bidones de los helados. El señor Diego también le
vendía las galletas, los cucuruchos y la leche condensada que usaba para hacer
el helado de mantecado.
Y sigue contando Antonia:
“Todas las noches (los vecinos) se sentaban con sus sillas en las puertas de
sus casas a tomar el fresco, para así pasar mejor el calor”.
“Los vecinos charlaban
unos con otros los más próximos y, mientras, los chiquillos jugábamos todos en
la calle como si fuera el mejor parque del mundo. Y eran tales las risas y
voces que, como a veces tardábamos en acostarnos, se hacía tarde. Entonces los
vecinos que tenían que madrugar para hacer sus tareas agrícolas con el fresco
de la mañana, a veces se molestaban, y aparecía la “pantaruja”. Esta era un
hombre o mujer que se envolvía en una sábana, se ponía una calabaza o cántaro
en la cabeza con orificios alrededor y una vela encendida en lo alto. Era el
pavor de los muchachos, esa noche nos acostábamos rápido.”
(Representación de unas pantaruyas)
En la memoria de las
personas de más edad, están las pantaruyas, que con frecuencia salían, ya fuera
por unos motivos u otros, a asustar a niños y mayores. Famoso es el dicho pantaruyas en el Sevellar, burros a casa. Y junto con el pez mulo, las usaban
como cantinela para amenazar con su venida a los niños que no comían.
(El Pez Mulo pintado por Jonatan Carranza Sojo)
También recuerda Antonia
las fiestas y entretenimientos de Madrigalejo. “Las fiestas del pueblo eran en
verano, pues su patrón era San Juan, el 24 de junio. Recuerdo cómo adornaban
las calles principales con globos de papel y banderitas. En la plaza veíamos
por la noche los fuegos artificiales y había verbena. También para ser un
pueblo pequeño, había dos bailes, el del Simonero y otro que no recuerdo cómo
se llamaba. Por la mañana, el matiné, y por la tarde, en el café, actuaban las
“animadoras”, unas artistas que cantaban y bailaban las coplas del momento.
También fueron a veces compañías de teatro con Antonio Molina, Mercedes Vecino,
Juanito Valderrama y Dolores Abril. Era un pueblo muy alegre y rumboso. La
gente animada y divertida.”
El señor Simón Carranza, tenía el
baile en la calle Gutiérrez, esquina con calle Recio. Es el baile que llamaban "del Simonero". El otro baile podría ser el del casino. Y sí
que es cierto que Madrigalejo sigue siendo “un pueblo muy alegre y
rumboso”.
(Panorámica de Madrigalejo desde el puente sobre el río Ruecas)
Es una delicia leer estos
recuerdos de la infancia que tan bien fijados quedaron en la memoria de Antonia
Caldera. Gracias a que los dejó escritos en su relato – y no están todos aquí-
podemos gozar de ellos y unirlos a los que guardamos cada uno de nosotros. El
libro donde está publicado me lo regaló personalmente Antonia Caldera, en
Mérida, por lo que la estoy enormemente agradecida.
Guadalupe Rodríguez Cerezo.
Bibliografía:
-A. CALDERA TEJEDA.
“Recuerdos de mi infancia”. XIV Certamen
Literario para Personas Mayores. Experiencia y Vida. Edita Consejería de
Sanidad y Dependencia de la Junta de Extremadura. Badajoz, 2007.
-L.
RODRÍGUEZ AMORES. Crónicas Lugareñas.
Madrigalejo. Tecnigraf, S.A. Badajoz, 2008.