El texto que a continuación se va compartir en “Luz de
Candil” es obra original de Lorenzo
Rodríguez Amores. Lo escribió dentro de uno de los capítulos de su libro Crónicas Lugareñas Madrigalejo, aunque finalmente decidió no incluirlo –como otros varios textos- para que no fuera excesivamente
extensa la obra. Se reproduce aquí tal y como él lo escribió, excepto algunas
posibles aclaraciones, que irán entre paréntesis.
El Toro Perreque:
Era un 20 de agosto de 1925, cuando el pueblo hierve
en fiestas. ¡Es su Feria! En aquella ocasión, la gente rebulle nerviosa porque
se anuncia que va a haber toros. Espectáculo que, muy de tarde en tarde, forma
parte de las diversiones feriales y, por eso, conmocionaba al personal su
celebración, además de que las diversiones no eran ni abundantes ni variadas,
sino, por regla general, bastante simples.
El escenario de la corrida fue la mismísima Plaza de
la localidad, sin faltarle la clásica estampa de los festejos de antaño con las
pintorescas empalizadas y los carros entrelazados. La Plaza era entonces de
tierra, estaba sin enrollar (y mucho menos sin asfaltar). El edificio que
destacaba algo, y no mucho, era el Ayuntamiento (se refiere al edificio
antiguo, que estaba situado donde hoy se encuentra una parte de los “pisos
tutelados”, la que da a la calle Cisneros y donde antes estaba el “hogar
rural”, al que se accedía a través de unas gradas para salvar el desnivel de la
plaza). Aquí (en el edificio del Ayuntamiento) se instala el botiquín, bien
provisto de tintura de yodo y atendido por los médicos D. Antonio Fraile y D.
Francisco Sánchez, con la ayuda del practicante D. Manuel Collado, sin que
faltasen otros allegados por allí que elegían el sitio por más seguro.
Tres reses de tres años, y los tres negros como una
mora, se trajeron de los campos de Miajadas para el festejo taurino. No traen
divisa ni señal en orejas y, por supuesto, tampoco hierro de fama, pero, a
pesar de esa procedencia cunera demuestran una casta, como ganado bravo, que
para sí la quisieran vacadas de abolengo. Un maletilla de pelo en pecho, que le
dicen “Bocanegra”, se va a enfrentar a los tres toritos como único espada,
luciendo con majeza un traje de luces desvaído por el uso y en donde palidecen
manchas de sangre de anteriores actuaciones; manchas que prueban ser lidiador
de cierto cartel y, sobre todo, de valentía, a lo que hay que añadir los
numerosos zurcidos del terno, muchos de ellos calcados en la propia carne del
torero.
Sirvió de toril la calleja del Coso, una callejita al
“coso”, es decir, a la Plaza grande del pueblo (no se refiere a la vía que
actualmente lleva el nombre del Coso, pues esta ni parte ni sale de la Plaza).
El propio Ayuntamiento se habilitó de portón para hacer el paseíllo, lo que
indica que su puerta no se hallase demasiado protegida, quizás por la confianza
puesta en la relativa pendiente que existía entre el acceso y el terreno
exterior.
El gentío rugía de entusiasmo durante la corrida ante
el airoso comportamiento de “Bocanegra” y la extraordinaria bravura de los
utreros. Pero si bien cumplieron todos, uno de ellos destacó sobre los otros
dos, por la impetuosidad de las embestidas y por la saña de su acoso. Este
toro, en el momento álgido del espectáculo, sin duda observa algo que le llama
la atención en la portada del Ayuntamiento. Y hacia allá se dirige sin titubeos
en su manía persecutoria, sin tener en cuenta, por supuesto, el derecho de
asilo que pudiera representar la institución municipal.
Nada más advertir las intenciones del animal los que
allí se encontraban, naturalmente, despejan el sitio en un santiamén sin que,
en la pavorosa huida, nadie se pare a cerrar la puerta, ni a hacer concesiones
a la cortesía del “pase usted primero”. ¡El toro se mete en la Casa de los
Consistorios con la furia de un vendaval!
El público del exterior se estremece de pánico porque
sabe que los encerrados no tienen escape por otra puerta, pues nadie tuvo la
precaución de abrir una trasera pequeña que había en un corralillo. Aquello no
podía terminar si no en una descomunal tragedia. Los del interior buscaron
refugio como pudieron, protegiéndose con los más inverosímiles enseres que
había depositados en un cuartucho del Ayuntamiento. Como aquel humilde servicio
funerario que se utilizaba, en común, para llevar al camposanto a los
fallecidos, y que, nunca con más propiedad que en ese momento, se podría decir aquello
de “no tener donde caerse muertos”, del cual, después de pasado el susto, más
muerto que vivo, fue extraído aquel magnífico barbero y buena persona que era
el maestro Rafael Capilla. De una tina, costó trabajo sacar al tío Manuel
Manzanedo. Mientras que otros salvaron la vida debajo de aquella barquichuela
que el Concejo guardaba para el salvamento de náufragos y que prestó valiosos
servicios cuando el río crecía deprisa e inesperadamente pillando desprevenidos
a los ribereños. Hasta una enorme esfera del reloj de la torre –la primera que
hubo y mucho más grande que las posteriores- sirvió de frágil parapeto o mejor
escondite. Los primeros en abandonar su puesto habían sido los facultativos,
que salieron a la tira y lograron subir al cuchitril en el que se atendía el
servicio telegráfico; allí se los encontraron encaramados en la mesita y en el
par de sillas que había por todo mobiliario, como si esos enseres pudieran
constituir un salvavidas para ellos.
Milagrosamente no ocurrió otra cosa que las consabidas
escenas de pánico, escenas que no se manifestaron en el momento del apuro y que
sería la causa de la salvación, pues, con la gente que había dentro del
edificio, el toro no percibió nada más que un silencio sepulcral, como si en
aquel interior no hubiera un vivo. Sin embargo, uno de los hombres que se
hallaban en aquella pavorosa situación salió antes de tiempo de su escondrijo,
creyendo que el animal había terminado de poner en regla los papeles municipales
y ya estaría en su sitio, en la plaza. A este señor le conocían en el pueblo
por el mote del tío “Perreque”, y gran sorpresa se llevó cuando, al llegar al
umbral, se dio cuenta de que el toro no había salido al exterior. El tío
Perreque no sabía si tirar hacia adelante o hacia atrás y, sin darle tiempo a
tomar una decisión, el toro viene por la espalda, le pilla por los sobacos sin
causarle ninguna lesión, lo zarandea como un pelele y lo saca en volandas al
redondel hasta que lo arroja al santo suelo. El resultado no pasó de unas leves
magulladuras sin que pasara la cosa a mayores.
Solo por algún hecho excepcional se le cambia el nombre a una res vacuna, pues la costumbre es bautizar en los primeros periodos
de la vida, casi siempre por un derivativo de la madre o alguna particularidad
de su capa, sin despreciar tampoco ciertas características de su temperamento.
Pues bien, desde este hecho en adelante, a aquel gallardo torito se le empezó a
llamar el toro “Perreque”, en honor a la persona que había paseado en sus
cuernos.
La existencia de aquel bravo animal no acabó aquella
tarde, como sí ocurrió con la de sus compañeros. ¡El Perreque fue indultado! El
perdón fue recibido por el público con verdadero clamor, máxime cuando se
enteraron de que se iba a quedar en una ganadería del pueblo. Se lo llevan a
padrear a la finca “El Saltillo”, para echar salsa picante a las vacas del gran
aficionado, que en vida fue, Fermín Sánchez Cerezo, y no lo decimos por su
exuberante humanidad, motivadora de que en Madrigalejo se le llamase
cariñosamente “Ferminote”, pues era un hombre que, a su lado, no había penas y
que siempre estaba presente allí donde hubiese quehaceres taurinos, lo mismo si
se tratase de organizar festejos populares que en las faenas camperas, en las
que uno se tenía que guardar muy bien de sus habituales bromas.
Repetidas veces hablé del toro Perreque con nuestro
amigo y convecino Diego Durán, a quien todo el mundo llama Diego el Vaquero,
pues cuando era zagalillo imberbe, ayudaba en la custodia de la vacada en la
que fue recogido el animal. Diego, siempre, nos ha contado que el “Perreque” se
comportó con tal nobleza en la pastoría y fuera de ella que jamás se observó
una peligrosa acción ni creó problema alguno a sus guardianes. Dándose a la
vida padre, nunca con más propiedad dicho, se tiró en esa vacada, entre las
vegas del Cubilar y el Gargáligas, cuatro años.
Transcurrido ese tiempo, con increíble temeridad, se
decidió volver a lidiarle, en otro día de feria. El pueblo se estremece de
miedo ante el anuncio de que vuelve el “Perreque”. Todo era recomendaciones a
la chiquillería de que no saliéramos a la calle, pero ¿quién nos sujetaba
estando la Plaza pletórica de atracciones?
En esta ocasión, con criterio muy razonable, la
corrida se celebra fuera del casco urbano, ya que la clásica plaza de carros se
hizo en la “Carrizosa”. ¿Se encontraría a algún torerillo templado que fuera
capaz de enfrentarse a aquella fiera de siete años y con el agravante de ser
conocedora del oficio? Ya lo creo, ¡vuelve el “Bocanegra”! ¿Estaría en su
juicio el mozo? ¿Por qué arriesgarse así en una actuación que, por muy airoso
que saliese, no podría darle mucho cartel? Ya se necesitaba derroche de valor
salir a vérselas con el “Perreque” el mismísimo “Bocanegra”, conociéndose uno y
otro cuando cuatros años atrás se enfrentaron en la otra plaza de Madrigalejo.
Ocurrió lo que era de esperar… El Perreque no concede
la más mínima oportunidad al torero. El Perreque no consiente que aquel capote
le burle una sola vez. Al primer intento, todo lo resuelve el toro bravo por
expedita vía de una gran cornada, de la cual, si bien salva la vida el
pundonoroso “Bocanegra”, le impide seguir la función.
¡Ya está el Perreque arrogante y esperando el desafío,
hecho el dueño absoluto del redondel! Aunque no hay cuidado, nadie se atreve a
llamarle la atención. La situación se hizo tan embarazosa que las autoridades
solicitan y ordenan que, con las armas, hagan desaparecer el peligro en ciernes
que supone ya aquel enfurecido animal. Allí mismo cae redondo ante los disparos
de los civiles.
¡Así murió aquel toro de romance! Ciertamente no fue
una muerte bella, pero bien pudo ser la más lógica.
Con toda la tarde por delante y sin disponer de más
toros y más toreros, ¿qué hacer con el respetable? Como allí estaban las vacas
que habían servido para conducir por los caminos al “Perreque”, se recurre a
las capeas con ellas. Se suelta la primera vaca, llamada la “Morena”, y nada
más salir, zarandea violentamente al vecino apodado el “Choncho”. Desde ese momento
se empezará a llamar a la vaca la “Choncha”. Acto seguido, un compañero de
cantina del “Choncho” avanza decidido hacia el animal, que hasta ese momento se
sorprende del atrevimiento. A corta distancia le increpa airado por su
desconsiderada conducta con su amigo, dirigiéndose a ella en alta voz:
-“Mala jembra. ¡Eso no se jace con los jombres!”
Y la “Choncha”, por respuesta, le mandó a contar las
estrellas.