En
los IX Encuentros de Estudios Comarcales
Vegas Altas, La Serena y la Siberia, que se celebraron en Madrigalejo el 7
y 8 de octubre de 2016, con motivo del V Centenario de la muerte de Fernando el
Católico (1516-2016), Antonia Loro Carranza y Guadalupe Rodríguez Cerezo
presentamos el trabajo “Estudio del Retablo de la Iglesia de San Juan Bautista
de Madrigalejo”, que a continuación reproducimos.
El
artículo está publicado en las Actas de los IX
Encuentros de Estudios Comarcales Vegas Altas, La Serena y la Siberia por
SISEVA (Federación de Asociaciones Culturales de La Siberia, La Serena y Vegas
Altas), en la imprenta de la Diputación de Badajoz. Badajoz, 2017. ISBN
978-84-697-2797-3.
INTRODUCCIÓN.
El retablo que exhibe el presbiterio de la iglesia parroquial
de san Juan Bautista de Madrigalejo es una obra de arte muy interesante que
merece ser estudiado en profundidad (Fig. 1). Ya ha sido objeto de atención en
algunos trabajos
,
con los que se ha dado a conocer la importancia de la obra, el relato
iconográfico (o la falta de él) y una detallada descripción. Sin embargo,
existen todavía muchas lagunas, que conviene rellenar.
(Fig. 1)
No es nuestra intención colmatar estas lagunas; todo lo
contrario. Nuestro propósito con este trabajo es suscitar interrogantes,
sembrar interés en personas especializadas y plantear hipótesis para abrir
nuevas líneas de investigación que pudieran llevar a un conocimiento más
profundo de esta obra.
Por ello, hemos planteado esta comunicación atendiendo al
siguiente esquema:
-Lo que vemos.
-Lo que sabemos.
-Lo que ignoramos.
En el apartado de “lo que vemos”, hacemos una descripción
pormenorizada del retablo. En “lo que sabemos”, nos centramos en la figura de
don Gutierre de Vargas Carvajal, obispo de Plasencia, gran constructor y a
quien se debe el encargo del retablo. Veremos en qué manera la vida del obispo
repercute en temas concretos del mismo. Por último, en “lo que ignoramos”, nos
hacemos preguntas sobre la fecha y el autor, y nos detenemos de una manera
especial, en las peculiaridades del banco. En esta parte del trabajo, a falta
de fuentes documentales sobre las que trabajar, hemos empleado recursos
metodológicos tales como la observación, el análisis, la comparación y la
deducción, que nos han permitido esbozar una hipótesis sorprendente.
LO QUE VEMOS:
a) La Arquitectura.
El retablo mayor ocupa toda la pared frontal del presbiterio.
Está fabricado en madera estofada y dorada. Como en la mayoría de los retablos,
podemos distinguir el armazón arquitectónico, la obra escultórica (en relieve y
en bulto redondo) y la obra pictórica, en pincel sobre tabla.
La estructura del armazón arquitectónico está perfectamente
definida en banco, dos cuerpos y un ático, hacia lo alto, y tres calles, dos
entrecalles y los guardapolvos laterales, a lo ancho. Una profusa decoración
plateresca lo invade todo. Y es que podemos encontrar todo tipo de motivos
decorativos ocupando los espacios que proporcionan los distintos elementos
arquitectónicos del retablo: en pilastras, columnas abalaustradas, enjutas,
hornacinas, entablamentos o en el tímpano.
La decoración plateresca, llamada así por imitar en piedra o
en madera el trabajo de los orfebres, bebe de la tradición clásica tras los
hallazgos, en 1490, de la Domus Aurea de Nerón. Y como se creyó en un principio
que aquellos hallazgos eran “grutas”, al tipo de decoración que allí
encontraron, se le llamó “grutescos”. Consisten los grutescos en combinaciones
de seres fantásticos, vegetales y animales entrelazados, formando un todo.
Cuando los grutescos se presentan dispuestos en franjas verticales, la decoración
resultante se llama “a candelieri”.
Numerosos y variados grutescos aparecen distribuidos por todo
este retablo y, a veces, dispuestos “a candelieri”, que es como lo encontramos
en las pilastras del banco (Fig. 2) y en los guardapolvos, donde la decoración
es especialmente rica y exuberante. El banco está formado por cuatro tablas de
pincel y un hueco, separados por pilastras. Sobre las tres caras visibles de
estas pilastras encontramos seres fantásticos, como sátiros, putti y desnudos
masculinos, a veces con sus brazos alados, y en muchos de ellos, exhibiendo sus
vergüenzas (Fig. 3). El mundo animal también aparece tratado con la misma
fantasía en grandes aves, mantícoras, seres marinos, serpientes enroscadas y
bucranios. El follaje es carnoso, con frecuencia, simétrico, y, a veces, con
flores. Y objetos tan diversos como ristras de perlas, cráteras, panoplias,
cintas, plintos o cartelas. Muchos de estos motivos volvemos a encontrarlos en
los guardapolvos, y podemos añadir, además, escudos, veneras, caretas con
rasgos amerindios y con orejas puntiagudas y tritones. Los guardapolvos están
soportados por las espaldas de sendos desnudos atléticos.
(Fig. 2)
(Fig. 3)
El primer cuerpo y el segundo son muy parecidos (Fig. 4). El
primero, por ser el principal, destaca en altura y por algunos elementos que no
encontramos en el segundo. Las calles exteriores de los dos cuerpos están
ocupadas por tablas de pintura, mientras que las entrecalles lo hacen por
hornacinas aveneradas. La calle central del primer cuerpo está presidida por
una hornacina de mayor tamaño. Y, en el segundo cuerpo, aunque hoy vemos una
pintura sobre lienzo, hasta los años 60 del siglo pasado, existía el hueco para
otra hornacina. Las calles y las entrecalles están separadas por columnas
abalaustradas decoradas con grutescos, grutescos que también podemos ver sobre
las hornacinas de las entrecalles. Y ambos cuerpos rematan con sendos
entablamentos en los que destacan un friso de cabezas de angelotes alados.
(Fig. 4)
Como elementos distintivos del primer cuerpo encontramos las
figuras de los cuatro evangelistas en relieve, que ocupan el espacio que queda
entre las tablas de pintura y las hornacinas, de las calles exteriores y de las
entrecalles, y el entablamento. También es diferente la hornacina central, que
se encuentra sobre un relieve de una cabeza de angelote que insufla aire a dos
cornucopias. Esta hornacina es avenerada y remata con casetones en los que
encontramos, de nuevo, cabezas de angelotes. En sus enjutas se insertan dos
ángeles que portan cada uno sendas bandas en las que puede leerse: NO SVRREXIT MAIOR IOANNE BAPTISTA,
“entre los nacidos de mujer, no surgió nadie mayor que Juan el Bautista” (Mt
11,11), a quien está dedicado el templo y a quien representa la imagen que
cobija la hornacina.
En el ático (Fig. 5), seguimos encontrado la típica
decoración de grutescos entre las hornacinas aveneradas y la tabla de pincel
que ocupa el centro. A cada lado, un desnudo masculino atlético, acoplado a un
arco terminado en volutas, remata las calles exteriores. Y, como colofón, el
Padre Eterno bajo un arco de cabezas de querubines dentro de un tímpano curvo,
flanqueado por los escudos que representan a la Virgen y su pureza: uno con el
jarrón de azucenas y el otro con el anagrama de María.
(Fig. 5)
b) Escultura de bulto redondo.
Las imágenes de bulto redondo están distribuidas en las
distintas hornacinas y todas son de madera policromada. Tan sólo las figuras
que se encuentran en el segundo cuerpo son coetáneas del conjunto del retablo
(Fig. 6 y 7). Nos estamos refiriendo a dos apóstoles, que son de difícil
identificación, puesto que han perdido los atributos que permitieran
reconocerlos.
(Fig. 6)
(Fig. 7)
Uno de estos apóstoles
apoya su pie derecho sobre lo que parece ser una figura, probablemente el
demonio, y, dentro de los apóstoles, es a san Bartolomé a quien se le
representa venciendo las tentaciones del maligno. Los dos parecen ser
ejecutados por el mismo taller.
El resto de las esculturas que vemos en las entrecalles son
de épocas y estilos diferentes, también de distinto tamaño. Esto es así porque
nunca formaron parte del retablo mayor hasta que, en los años sesenta del siglo
pasado, al ser vendidos los retablos
de
los que formaban parte, se les buscó ubicación en las hornacinas que
permanecían vacías durante siglos. En las hornacinas del primer cuerpo,
encontramos dos esculturas que representan a san José, en la izquierda, y a san
Antonio, en la derecha. Las hornacinas superiores están ocupadas por otras dos
imágenes de san Antonio. La figura de la izquierda es una escultura para ser vestida
y con los brazos articulados, que representa a un fraile con tonsura, que lleva
un libro en la mano izquierda, y que en la peana lleva escrito: “ORA PRO NOBIS
SANTO PATER ANTONº”. La otra figura, de menor tamaño, según el profesor Ordax
, es
un san Antonio que lleva el hábito de san Pedro de Alcántara y ha perdido el
Niño que debía llevar en sus manos.
Tal y como se ha adelantado, la hornacina central del primer
cuerpo está ocupada por la imagen de san Juan Bautista (Fig. 8). Vestido con
piel de camello y manto, se apoya en el cayado de la Cruz de Cristo y señala,
con el dedo índice, al Cordero de Dios. Es una imagen de bella factura que
recuerda mucho al san Juan Bautista de la Catedral de Badajoz, tanto
iconográfica como estilísticamente. Puede ser datado a principios del S. XVIII.
(Fig. 8)
c) Las Pinturas.
Lo que sorprende del
retablo, a primera vista, es la baja calidad de las pinturas, que contrasta con
la belleza del conjunto. Nos referimos a las que se sitúan en el primer y
segundo cuerpo y en el ático. Son tablas de pincel que no tienen relación unas
con otras, que no contienen un relato.
La pintura que se
encuentra en al ático representa al Espíritu Santo, en forma de paloma dentro
de una aureola de luz, muy toscamente esbozada, y rodeada de un coro de cabezas
de angelotes. La tabla está situada justamente debajo del relieve del Dios
Padre.
En el segundo cuerpo tenemos
dos figuras de mártires: santa Catalina (Fig. 9), a la izquierda, y santa Lucia
(Fig. 10), a la derecha. El patrón de ambas es el mismo: una mujer de pie,
vestida con túnica ceñida y manto colocado en diagonal del hombro a la cadera;
el rostro es inexpresivo y el cuerpo, más bien rígido, no tiene movimiento. Las
dos van acompañadas por los símbolos de su martirio: santa Lucía porta sus ojos
en una copa abierta y santa Catalina se acompaña de la rueda de cuchillos y la
espada, la cual descansa sobre la cabeza del emperador Majencio, como alegoría
de su derrota. Las dos portan la palma del martirio. En cuanto a la
composición, en ambos casos, la escena se abre con un trozo de cortinón rojo en
uno de los ángulos superiores, creando así la sensación de espacio, y el fondo
es un paisaje estereotipado e irreal.
(Fig. 9)
(Fig. 10)
Además, en la calle
central de este segundo cuerpo, desde la restauración que se realizó a la
iglesia en 1964, se colocó en el hueco donde debería ir una hornacina una
pintura al óleo de San Francisco, que anteriormente se encontraba en la
sacristía y que durante mucho tiempo estuvo abandonado en la llamada
“torrecilla”.
Nada tiene que ver esta pintura con las restantes del retablo y es de bastante
más calidad.
En el primer cuerpo se
sitúan S. Ildefonso (Fig. 11), a la izquierda, y un Padre de la Iglesia (Fig.
12), a la derecha. San Ildefonso está recibiendo la casulla de manos de la
Virgen, ayudada por los angelitos. Su calidad es similar, tanto en factura como
en pigmentos, a la de las santas mártires. En la otra tabla se representa a un Padre
de la Iglesia, que porta libro, tiara y báculo. Se apoya sobre un altar y
realiza un pequeño movimiento al girar levemente la cabeza para mirar a un
punto indeterminado. Al igual que las otras obras comentadas, en el ángulo
superior derecho, un cortinón rojo enmarca la escena y el fondo es un paisaje
similar a los cuadros de las santas mártires antes comentadas. En el pie de
altar pueden verse las letras S BLAS. De las cuatro pinturas, es la que tiene
más calidad en el tratamiento de las telas y su casulla está enriquecida por
unas pinceladas que producen la sensación de un brocado. En estos dos casos las
tablas están rematadas por unas molduras diferentes al resto del retablo,
molduras que parecen más propias del S. XVIII.
(Fig. 11)
(Fig. 12)
LO QUE SABEMOS:
a) Don Gutierre de
Vargas Carvajal.
En el guardapolvo de la derecha del retablo (Fig. 13), un
angelote sostiene las armas de don Gutierre de Vargas Carvajal (las ondas de
los Vargas y la banda oblicua de los Carvajal, bajo capelo episcopal), por lo
que no existe ninguna duda de que la obra fue realizada bajo los auspicios de
este prelado, que fue obispo de la Diócesis de Plasencia entre 1523 y 1559.
(Fig. 13)
D. Gutierre era un hombre de su tiempo, un hombre
renacentista, que se implicaba en todas las facetas que se le presentaran, por
ello fue muy fecundo en todos los aspectos, y, entre ellos, destaca su intensa
actividad constructora. Sus armas están desperdigadas por toda la Diócesis,
tanto en edificios de nueva planta como en remodelaciones; así las vemos en
Malpartida de Plasencia, en varias construcciones de las comarcas de la Vera y
el Jerte, en Trujillo, Berzocana, Escurial, Zorita, en la comarca del Campo
Arañuelo, en Guareña, Cristina, Medellín, Don Benito, Orellana la Vieja, etc.
En Plasencia dejó su impronta de forma destacada en las obras de la Catedral
Nueva, en cuyo mandato se levantaron las fachadas norte y meridional, así como
las bóvedas de los pies de las naves. También intervino en otras iglesias de la
ciudad y en la ampliación del palacio episcopal.
A nivel particular, pues lo financió con su hacienda
personal, ejerció su mecenazgo en Jaraicejo, de donde era señor temporal, con
diversas construcciones como la iglesia parroquial, en diversos edificios
públicos, como el ayuntamiento, y en el trazado urbanístico de la villa
. Y
también en Madrid, pues a él se debe la construcción de la capilla del Obispo
de la iglesia de San Andrés, que asumió la idea original del proyecto de su
padre, don Francisco de Vargas. Este quería destinar la capilla a dar cobijo al
cuerpo incorrupto del que con posterioridad sería canonizado como san Isidro
Labrador. Al morir su padre, D. Gutierre asume el proyecto paterno pero termina
siendo panteón familiar, para gloria de su linaje
. Su
sepulcro, el de sus padres y el retablo que preside la capilla son obras del
escultor renacentista Francisco Giralte.
Como hombre del Renacimiento multifacético, también buscó la
fama patrocinando y financiando una gran empresa. Nos estamos refiriendo a la
expedición que sufragó D. Gutierre a Oceanía a través del Estrecho de Magallanes.
En 1536 obtuvo las capitulaciones del Emperador Carlos V gracias a su cuñado
Antonio de Mendoza, entonces virrey del Perú, y a su relación con la Corte.
Pero no fue hasta agosto 1539 cuando las llamadas “naves del obispo de
Plasencia” partieron del puerto de Muelas, en Sevilla, camino de la aventura.
Fue una expedición muy costosa, tanto por los recursos humanos como por los
avituallamientos, que sufragó en solitario el obispo y que le dejó deudas, así
como una serie de pleitos que tuvo que afrontar. Aunque la empresa fracasó
porque naufragaron dos de las tres naves de las que estaba compuesto el grupo,
sí es cierto que una de ellas atravesó el estrecho de Magallanes y llegó hasta
Perú, y a su paso por los distintos accidentes geográficos que iban conociendo,
los iban bautizando, lo que fue de gran servicio para la navegación posterior
. Todo
esto viene a colación porque, en el retablo, se observan que es conocedor del
estilo renacentista y, en sus grutescos, hay referencias a elementos venidos de
ultramar (Fig. 14).
(Fig. 14)
Hemos hecho alusión a la relación que el obispo tenía con la
Corte, relación que provenía tanto por su cuna como porque, de D. Gutierre,
puede decirse que era un obispo cortesano. Nació en Madrid en el seno de una
familia de gran peso en la vida política, judicial y eclesiástica del reino de
Castilla a principios del siglo XVI. Su padre, Francisco de Vargas, fue privado
de los Reyes Católicos y del Emperador Carlos V, detentando un sinfín de cargos
y, entre ellos, fue miembro del Consejo Real de Castilla. El rey Fernando el
Católico estimaba en mucho la opinión del licenciado Francisco de Vargas, tal
es así que de ahí viene el proverbio castellano de decir, cuando una cosa es
confusa y dudosa, “averígüelo Vargas”. También fue uno de los consejeros que
acompañó al rey Católico en sus últimos días en Madrigalejo y con los que
discutió su último testamento. Y su madre, doña Inés de Carvajal, pertenecía a
una de las más ilustres familias extremeñas y estaba emparentada con los
obispos de Plasencia don Juan de Carvajal (1449-1469) y don Bernardino López de
Carvajal (1521-1523).
Debido a la condición de segundón en su familia, desde muy
joven se le encauzó hacia la carrera eclesiástica, de tal forma que, siendo
niño, fue nombrado abad y, a los 18 años llegó al obispado de Plasencia, sin
vocación, sustituyendo a su tío don Bernardino López de Carvajal tras la muerte
de este. El joven obispo fijó su residencia en Madrid, en lugar de morar en
Plasencia, donde requería su cargo (recordemos que el absentismo era una
práctica habitual en el alto clero de aquel tiempo). Y su vida era similar a la
de cualquier cortesano de la época: era aficionado a las armas, se rodeaba de
todo lujo y eran bien conocidos sus deslices amorosos.
Su relación con la corte propició que Carlos V le encomendara
la misión de viajar a Italia para participar en la segunda parte del Concilio
de Trento (1551-1552). Este viaje supuso un punto de inflexión en su vida, pues
estuvo acompañado de personas con una gran preparación, y entró en contacto con
miembros de la recién creada Compañía de Jesús, que ejercieron una gran
influencia sobre él, sobre todo a partir de unos ejercicios espirituales
dirigidos por el P. Laínez, en los que comenzó a cuestionarse el estilo de vida
que había llevado hasta el momento y a sentirse indigno del cargo que ostentaba
. A su
regreso a España, en Plasencia, conoció a Francisco de Borja, a quien se
atribuye su conversión definitiva.
Tanto su condición de cortesano como su viaje a Italia le
permitió estar en contacto con las nuevas tendencias artísticas, cosa que vemos
reflejado en el retablo que estudiamos, como hemos indicado más arriba.
b) Restauración del retablo.
Después
de varios siglos, el retablo necesitaba una buena restauración. Esta fue
realizada en 2008 por la empresa Talleres de Arte Granda, con los fondos
aportados por la Junta de Extremadura. Durante seis meses, dos restauradores
estuvieron trabajando en la retirada de polvo y suciedad superficial que se
había acumulado durante siglos, en la fijación de dorados y de policromías, en
la consolidación de la estructura, en la limpieza de policromías y de dorados,
en la eliminación de repintes, en la reintegración cromática de lagunas y en el
barnizado final de protección.
Lo
más importante es que, con estos trabajos, se ha garantizado la conservación de
esta obra de arte; además, ha mejorado bastante su aspecto, pues se ha
recuperado la luminosidad de los dorados y de los colores, tanto de las
pinturas como de los grutescos.
Y
también ha habido sorpresas, como la evidencia de que la estructura del retablo
fue alterada, en planta y en alzado, para adaptarlo al emplazamiento que ocupa.
Además, al retirar los repintes de algunas esculturas, como la del san Antonio
(Fig. 15) del primer cuerpo, ha variado el color de su vestimenta. Y tras el
retablo, en el muro, se ha encontrado una decoración de esgrafiados, de los que
no se tenían noticias de su existencia.
(Fig. 15)
LO QUE IGNORAMOS:
a) El autor.
Sabemos que el retablo
lo encargó el obispo D, Gutierre de Vargas Carvajal, pero no tenemos ninguna
referencia sobre el autor del mismo. Suponemos que las condiciones de la obra
se establecieron en un contrato, como era lo habitual, y que ese contrato se
archivaría. La cuestión está en que no tenemos ningún dato cierto sobre donde
se firmó. Pudo ser en Plasencia, sede de la diócesis, o en Madrid, donde la
familia del obispo tenía casa, o en Granada, donde es posible que D. Gutierre
pasara temporadas al lado de la corte y donde, además, se están haciendo importantes
obras en el estilo plateresco a mediados del siglo XVI.
Por la observación de
los relieves podemos deducir algunas cosas. La primera de ellas es que trabajan
dos autores y dos talleres. Los vamos a llamar A y B. Fijémonos en las tablas
de relieve de los evangelistas, situadas por debajo del entablamento que separa
los dos cuerpos del retablo. Hay claras diferencias, en la composición y en el
estilo, entre las que están en los extremos y las dos centrales, separadas por
la hornacina que contiene a San Juan Bautista, patrono de la Iglesia.
En cuanto a la composición,
las de los extremos, S. Juan (Fig. 16) y S. Mateo, las atribuimos al autor A.
Son figuras de cuerpo completo, sentadas en el suelo y con las piernas
estiradas para adaptarse al espacio rectangular de las tablas. En las dos
centrales, en tablas más cuadradas, (autor B), los apóstoles S. Marcos (Fig.
17) y S. Lucas están representados de medio cuerpo. En los cuatro casos, cada
apóstol sostiene el libro de los evangelios y está acompañado por su símbolo
correspondiente (el águila, el toro, el león y el ángel). Si observamos el
estilo, también existen claras diferencias. Las figuras de los extremos son
cuerpos animados por un intenso movimiento contenido, parece que el autor más
que la perfección de los cuerpos, busca expresar personajes arrebatados por el
fuego impetuoso de la fe. El tratamiento de las telas también contribuye a conseguir
esta expresión. Son vestiduras movidas desde dentro y en el caso de Mateo, nos
cuesta trabajo vislumbrar el cuerpo que existe bajo ellas porque da la
impresión de un remolino de ropas en torno a un vacío. Por el contrario, en las
tablas centrales nos encontramos con personajes más corpulentos y estáticos.
También hay diferencias en las características de sus rostros: los que
corresponden a autor A son alargados y enjutos, mientras que los que
corresponderían al autor B, son rostros más cuadrados y carnosos. También hay
diferencia en la policromía: en san Juan y en san Mateo predominan colores más
oscuros, mientras que en san Lucas y san Marcos, predomina tonos dorados y
pardos.
(Fig. 16)
(Fig. 17)
Siguiendo este
planteamiento, el bello relieve que representa al Padre Eterno (Fig. 18) y que
remata el ático pertenecería al autor B, mientras que los desnudos masculinos,
en bulto redondo que rematan el ático por sus extremos, con rostros alargados y
con una anatomía bastante esquemática, corresponderían al autor A. En las pilastras
del banco seguimos encontrando diferencias: el desnudo masculino que coquetea
con la serpiente, situado en la pilastra del extremo izquierdo, correspondería
al autor A y los faunos y sátiros del resto de las pilastras, con un exquisito
modelado y una anatomía perfecta, corresponderían al grupo B (Fig. 19). Y, por
último, las carátulas que se sitúan en la base de los candeleros laterales
(Fig. 14), nos merecen una atención especial. ¿Son un tema más incorporado al
resto de temas clásicos de los grutescos, o son auténticos retratos? Su
diferenciación hombre-mujer, con rasgos muy peculiares e individualizados, y su
ornato con casquetes de penachos, mueve a creer que son retratos de indios
americanos, habida cuenta del interés y fascinación que sentía el obispo por los
descubrimientos del Nuevo Mundo y la existencia de pueblos amerindios de ojos
rasgados en la zona andina de Colombia. Siguiendo con el estudio del autor,
estas caretas pertenecerían al grupo B.
(Fig. 18)
(Fig. 19)
b) La fecha del contrato
Constatamos una serie de
datos que nos dan pie a afirmar que el contrato se firma a mediados del siglo
XVI, posiblemente antes de 1551. Son los siguientes:
La manera en que los
autores tratan los relieves de los grutescos. El alzado y volumen de los mismos coinciden con la
moda y el estilo del último cuarto del reinado de Carlos I. Hay un primer
plateresco muy marcado por el clasicismo grecorromano, en el que los temas
vegetales de los grutescos recuerdan los relieves del Ara Pacis de Augusto,
donde predominan finos roleos con poco volumen y poco movimiento. A medida que
el estilo avanza se va aumentando el alzado, la vegetación se hace más carnosa
y las fantasías más animadas. Recordemos la fachada de la Universidad de
Salamanca. El primer cuerpo de la misma se corresponde con el reinado de los
RRCC y es representativo del primer plateresco, y el segundo cuerpo, que se
corresponde con el reinado del Carlos I, representa al segundo, más afín al
estilo de nuestro retablo.
El tema de las
“fantasías”. Con este término nos referimos a los seres fantásticos que acompañan al
tema vegetal en los grutescos. En el retablo estas fantasías están formadas por
amorcillos o putti y por lascivos sátiros alados o no, y en algunos casos en
actitud un tanto obscena. Esto, unido a la proliferación de desnudos, como los
situados en el ático o los que en actitud de atlantes soportan el peso de los
“candelieri” laterales, da a la obra un marcado carácter pagano e irreverente,
poco adecuado para mover a los fieles a la devoción. Más bien podíamos pensar
que favorece la distracción e, incluso, los malos pensamientos. Todo esto encaja
con la situación anterior al Concilio de Trento (1545-1563). Por un lado, los
artistas están entusiasmados con los hallazgos que se van haciendo en Italia de
restos grecorromanos y los copian en su integridad (¿sería mucho suponer que el
autor de estos grutescos ha visto in situ esos restos?). Por otro, la situación
del clero católico deja mucho que desear. Como ya se ha comentado, las altas
jerarquías viven más como grandes señores que como religiosos y, en lo
referente al arte, están a la altura de los grandes mecenas laicos. A la hora
de sufragar un retablo o cualquier otra obra, piensan más en seguir la moda que
en procurar la devoción de los fieles.
El Concilio de Trento
supone un punto y final a esta situación. Los decretos conciliares buscan
mejorar la moralidad y la formación del clero, de manera que marcan un antes y
un después en la evolución de la Iglesia, y de paso, en el arte. Recordemos lo
ocurrido en el Juicio Final de la Capilla Sixtina: Miguel Ángel pintó desnudos
a los personajes y en 1564, en virtud de lo decretado en Trento, se ordenó el
“cubrimiento de las partes obscenas”, encargando a Danielle Ricciarelli da
Volterra que pintara paños de pureza.
En el caso de nuestro
retablo, la traza debió hacerse con el mismo espíritu renacentista paganizante
que imperaba en la Italia de Miguel Ángel, es decir, antes del Concilio de
Trento. No olvidemos que el obispo D. Gutierre estaba a la última en los gustos
renacentistas por su proximidad a la Corte. Es normal que siguiera el gusto de
la época.
Como hemos dicho más arriba, la relación del
obispo con el Concilio de Trento fue muy especial y va a suponer para él una
experiencia de conversión. A partir de entonces vive de manera ejemplar. Es
impensable que, tras esta transformación, hubiera aceptado la traza que se
hizo.
c) El banco
Damos una especial
importancia al estudio del banco del retablo porque, además de hacer un
análisis de la realidad, nos va a permitir dejar volar la imaginación y apuntar
una hipótesis que, de llegar a conclusiones ciertas, daría al retablo un valor
añadido muy interesante.
La realidad que
constatamos es la siguiente: lo habitual en los retablos es que los distintos
espacios de un banco, creados por columnas o por pilastras, estén ocupados por
relieves o pinturas que mantengan una unidad temática. Por ejemplo, los
evangelistas, escenas de la vida de la Virgen, escenas de la vida de Jesús,
etc. En el caso que nos ocupa no ocurre así, sino que el banco está decorado
por tablas de pincel de tema y tamaño diverso. La situada al lado de la
izquierda desarrolla el tema de La Visita de la Virgen a su prima santa Isabel
(Fig. 20) y tiene un especial encanto. Su iconografía se
corresponde con modelos venecianos y flamencos del siglo XVI. Ante un fondo
arquitectónico con un gran arco de medio punto, figuran cuatro personas: la
Virgen y santa Isabel, de pie, yendo al encuentro la una de la otra, y sus respectivos
maridos, José y Zacarías, que se saludan más rezagados. Parece una escena de la
vida cotidiana. San José lleva en la mano el hatillo y el sombrero que le han
acompañado en el viaje. Como curiosidad constatamos la presencia de un trozo de
cortinón rojo que mata el ángulo superior izquierdo de la tabla, recurso de
perspectiva que ya hemos visto en otras tablas del retablo. Esta manera de
tratar el tema de la Visitación no prosperó en la Europa trentina, porque la
presencia de S. José no es acorde con el texto bíblico, según el cual José se
enteró del embarazo milagroso de su esposa por la revelación del ángel en un
sueño y no por el canto de Isabel reconociendo a la Madre de su Señor con un
embarazo de apenas tres meses. Es el cuadro que tiene más calidad de todo el
retablo, no solo por su factura, sino también por los pigmentos que emplea,
especialmente los rojos y amarillos. Por el atuendo de las damas y por lo familiar de la escena, creemos que podría pertenecer a la escuela
flamenca.
(Fig. 20)
El resto de las tablas
podrían ser del mismo autor y de menor calidad que la anteriormente comentada.
En el otro extremo hay un san Francisco, de proporciones cuadradas. Está
tratado de medio cuerpo, adorando el crucifijo y con los estigmas de la pasión
en sus manos. En las zonas centrales de la predela están situadas dos tablas de
menores proporciones y rectangulares. Una está dedicada a san Miguel,
jovencito, pisando al diablo y blandiendo la espada flamígera con un airoso
movimiento de su cuerpo, y la otra a santa Inés, acompañada de su símbolo, el
cordero. Su figura está tratada de igual forma que las otras santas del
retablo.
Llegados a este punto,
nos planteamos unas cuestiones: ¿cómo pintura de tan baja calidad, exceptuando
la tabla de la Visitación, están en un retablo de tan rica arquitectura? ¿Es
posible que sean anteriores al retablo y que éste haya sido diseñado para
albergarlas? En este caso, serían tablas con otro tipo de valor que no fuera el
pictórico. Y nos planteamos una pregunta a modo de hipótesis: ¿es
posible que dichas pinturas pertenecieran a la casa de Isabel la Católica?
Hagamos un repaso de
algo de lo ocurrido a comienzos del S. XVI. Tras la muerte de Isabel en noviembre
de 1504, Fernando ordena que todos los bienes personales de la Reina, que en su
mayoría estaban en el alcázar de Segovia, se concentren en Toro para ser
vendidos en almoneda. Se eligió esta ciudad porque Fernando había convocado
Cortes en ella para aclarar la cuestión de su regencia, tal y como lo dejó
dicho Isabel en el codicilo que unió a su testamento. La finalidad de la venta
era conseguir fondos para pagar las deudas que la Reina había contraído a lo
largo de su vida y había dejado pendientes de pago. Así lo dejó dicho en el
testamento que firmó, estando ya muy enferma, el 12 de octubre de ese mismo
año. La misma Reina designó a sus testamentarios: “lo que estoviere en moneda”
sería administrado por Juan López de Lezárraga; “todas mis ropas e joyas e
cosas de oro y plata, e otras cosas de mi cámara y persona, e lo que yo tengo en
otras partes cualesquiera, “se encomendó a Juan Velázquez. El
primero en abrir la almoneda fue el rey Fernando, que rescató el collar de
balages, regalo de bodas que hizo a su esposa, y la corona rica.
Es muy probable que las
personas allegadas a Isabel y miembros de la Corte, fueran los primeros en
adquirir objetos de su pertenencia. Hemos citado el caso de su marido y
conocemos también que la Custodia de Arfe, de la Catedral de Toledo, contiene
en su interior una pequeña custodia de oro que Isabel la Católica mandó hacer
con el primer oro que llegó de América y que fue adquirida en la testamentaria
regia, siguiendo órdenes de Cisneros, por el canónigo toledano Álvar Pérez de
Montemayor, siendo el precio pagado por ella de 134.816 maravedís.
Siguiendo esta línea de
razonamiento, podemos suponer que se arbitrara algún procedimiento para que
personas allegadas a la corte pudieran adquirir objetos personales de la reina
sin tener que desplazarse a Toro. De esta manera, D. Francisco de Vargas, contino
de los Reyes, podía haber adquirido objetos más o menos valiosos, entendiendo
por valor no solo el monetario sino también el afectivo; es decir, objetos por
los que la reina tuviera un apego especial. En este capítulo entrarían tablas
de contenido religioso que la reina llevaba consigo en los desplazamientos de
la corte y con las que su camarero y otros personajes habituales de la misma
estaban familiarizados. Estos objetos estarían asentados en los libros de
cuenta de Sacho Paredes Golfín, camarero de la Reina. Recordemos que el tema de
estos cuadros son de especial significado para Isabel: la alusión a su nombre,
en la Visitación; la profunda devoción que tuvo por S. Francisco, con cuyo
hábito pidió ser enterrada; la devoción a S. Miguel, defensor frente a los
ataques del demonio y cuyo nombre se puso a su primer nieto, hijo de la reina
de Portugal y princesa de Castilla y Aragón, llamado a heredar todas las
coronas de la península; y, por último Santa Inés, protectora de las
jovencitas, protección muy necesaria para las infantas que, muy jóvenes,
tuvieron que contraer matrimonio por razones de Estado.
Para terminar, ofrecemos
una hipótesis en libre disposición para quien quiera utilizarla. Es la siguiente:
las tablas del banco, pertenecieron a Isabel I de Castilla. Las compró D, Francisco de Vargas y las
heredó de su padre nuestro obispo D, Gutierre de Vargas Carvajal. El retablo
fue construido para albergarlas y dónde mejor que situar el retablo que en la
Iglesia Parroquial de Madrigalejo, lugar donde murió Fernando el Católico,
esposo de Isabel. Con esta afirmación reiteramos nuestro
deseo de picar la curiosidad de documentalistas e investigadores para que
realicen un trabajo que a nosotros nos desborda porque no estamos capacitadas
para hacerlo.
Antonia Loro Carranza.
Guadalupe Rodríguez Cerezo.
BIBLIOGRAFÍA:
-
J.
CADIÑANOS BARCELI: “Los Jesuitas en Plasencia: de colegio a hospital”. VIII
Centenario de la Diócesis de Plasencia (1189-1989). Jornadas de estudios
históricos. Plasencia, 1990.
-A.
FERNÁNDEZ HOYOS: El Obispo Don Gutierre
de Vargas, un madrileño del Renacimiento. Caja Madrid. Madrid, 1994.
-A. PRIETO CANTERO. Casa y descargo de los Reyes Católicos. Instituto Isabel la
Católica de Historia eclesiástica. Valladolid, 1969.
-A. de la TORRE y del CERRO. Testamentaria de Isabel la Católica. Instituto Isabel la Católica
de Historia Eclesiástica. Valladolid, 1968.
Amalia PRIETO CANTERO, Casa y descargo de los Reyes Católicos. Instituto Isabel la
Católica de Historia eclesiástica. Valladolid, 1969.